Si hubo un corte de mangas musical que pueda calificarse de histórico, ese fue el que Dylan hiciera en 1965 en su gira inglesa: un corte de mangas eléctrico que muchos aún no le perdonan hoy, o solo le toleran. Corte de mangas que quedó registrado en el primer documento cinematográfico comercial centrado en la figura del músico de Minnesota, Don’t look back’ documental dirigido por D.A. Pennebaker en 1967 que aparte de la crónica de una gira más o menos delirante supone el modelo para los documentales rock que vinieron después. Don’t look back muestra a un Dylan en gerundio, y esta es su mayor virtud: un Dylan rompiendo —con su pasado musical y con el sambenito de > que le habían colgado—, un Dylan fumando, un Dylan humillando y un Dylan, también, escribiendo y tocando. Es a la vez periodismo gonzo y cinema verité, con un ojo de la cámara alucinado y respetuoso, curiosón y distante; Pennebaker consigue el enorme logro de mantenerse durante todo el metraje en la distancia justa, sin dejar que la investigación (subjetiva) se despeñe jamás por la ladera del sensacionalismo. ¿Hasta qué punto es consciente Dylan de la presencia del ojo? Es difícil decirlo. Hay momentos en que parece le resulte totalmente invisible, y otros en que no haga sino actuar para él. Suelen coincidir con los momentos en que el espectador piensa: > Pennebaker no incurre pues en ese pecado mortal del documentalista que es la hagiografía, y si el retrato resultante no es amable, se debe solo a que Dylan no lo fue.
Hemos visto que nada le importa la opinión ajena, o que al menos eso finge. Acaso sí le importe un poco y en hacerse un lavado retrospectivo de imagen se halle la razón del otro gran documental —en el sentido de duración y eco público— que ha versado sobre su figura y contado con su beneplácito, No direction home, dirigido —o más bien ensamblado— por Scorsese casi cuarenta años después. Tampoco incurre Scorsese en pecado mortal de hagiografía —es demasiado sabio para eso—, pero sin duda este Dylan no causa ni la antipatía ni la incomprensión que el anterior. El enfoque también difiere; mientras que Pennebaker ofrece un segmento de tiempo a partir del cual inferimos el todo, la época y el artista y las contradicciones de una y otro, Scorsese la cronología minuciosa —con saltos adelante y atrás, pero cronología al fin—, más completa pero también más aburrida. La forma empleada es predecible, mil veces vista: una sucesión de bustos parlantes puntuada por material de archivo, y si la atención no decae se debe solo a la fascinación que desprende el personaje, no al enfoque planteado.
Mucho más vital resulta el otro acercamiento, oblicuo, de Scorsese a Dylan. En El último vals el cineasta neoyorquino logra captar esa fugacidad eterna que hay en toda gran música, y teñirla de una melancolía celebratoria y confortante. La aparición de Dylan pasado el ecuador del concierto es como la llegada de Godot con sombrero de cowboy blanco, y el concierto mismo —> la grabación de un concierto, las entrevistas meras notas al pie— no un segmento sino una cápsula de tiempo concentrado y evocador, con un último plano imposible de olvidar una vez visto.
Dejando al margen las incursiones de Dylan en el terreno de la actuación, que muy sabiamente ha limitado a un puñado y acotado a un registro que le es afín, es fuera del campo documental donde encontramos el dibujo más verdadero de su retrato; paradoja aparente, la ficción consigue acercarnos más al centro de ese misterio poliédrico que es Dylan que la acumulación de imágenes reales. La extraordinaria I’m not there (Todd Haynes, 2007) parte de la base de que Dylan es imposible de catalogar, es decir, parte de la admisión de un fracaso, y desde ahí logra armar una de las cintas más originales, lúcidas y emotivas de los últimos veinte años. A la luz del resultado, el que maneje los hechos a su antojo no debiera verse como una falta de rigor sino como un triunfo del arte.
(La sombra del ciprés, 14/2/2015)