Se cumplen 70 años de la muerte de Ana Frank y la efeméride se ha aprovechado —sin hacer referencia expresa a ella— para anunciar que por primera vez una productora alemana ha sido autorizada a rodar la biografía de la niña. Es el último, pero con seguridad por breve tiempo, producto de una industria que utiliza el Holocausto como despensa inagotable de la que nutrirse. Auschwitz se ha convertido en un género literario. Películas, novelas, obras de teatro… hemos llegado a un nivel de saturación que sin embargo seguimos tragando encantados. Como si de un aval indudable se tratase, si un producto cultural lleva adosado algún evento que lo relacione, siquiera oblicuamente, con el genocidio judío, le otorgamos de entrada un plus de calidad, cuando la experiencia nos indica debería ser al contrario. Toda esta industria no trata de comprender lo incomprensible, sino que se queda en un pintorequismo —más o menos elaborado— que casi indefectiblemente ofrece la más barata —pero lucrativa— pornografía emocional. Por cada William Styron obtenemos mil Spielbergs, y encima sin el dominio técnico de Spielberg, y así hemos pasado de la banalidad del mal de Hannah Arendt a la banalización del sufrimiento. El gancho comercial consiste en acentuar los aspectos más truculentos de la peripecia que se narre, y a esperar a hacer caja, a sabiendas de que el Holocausto posee una suerte de bula crítica que hace que nadie se atreva a denunciar el producto por muy anodino o descarado que este sea. Hay más integridad artística en diez minutos al azar de ‘Malditos bastardos’ o en el chiste de Woody Allen —Wagner me entran ganas de invadir Polonia>>— que en las mil y pico páginas del novelón de turno que promociona Oprah Winfrey. También la hay en la mirada limpia que Ana Frank dejó para siempre en su crónica de la casa de atrás, cuyas páginas dejan entrever que quizá no estaría del todo satisfecha con el papel de mártir que le ha sido asignado.
(El Norte de Castilla, 12/3/2015)