La tragedia de Los Alpes cuenta con todos los factores que informadores y lectores buscan en una noticia. Por lo general los primeros se ven obligados a especiar acontecimientos cuya transcendencia informativa es inversamente proporcional al interés que despiertan, y los segundos a consumir más que saborear esos platos anodinos o a hacer ayuno. Pero no con la de Los Alpes. Aquí tenemos todos los ingredientes necesarios para cocinar un relato jugoso: un hecho tan excepcional como cotidiano —hay millares de vuelos cada día— y tan súbito como irreversible; consecuencias catastróficas de resonancias internacionales; la presencia de cuestiones filosóficas y metafísicas —el destino, Dios, la rasa indiferencia de la muerte, el tiempo arrebatado…—; un misterio que se va desgranando poco a poco, en el que las fronteras de los rumores y las certezas se difuminan y moldean según los días avanzan; un villano/psicópata que acaso, en esencia, no fuera sino un enfermo mental… Y todo ello concentrado, potenciado. Por si fuera poco, el relato sirve para que ejercitemos nuestra buena conciencia al permitir que nos condolamos por las víctimas y sobre todo por sus familias, e incluso para experimentar el placer un punto sádico de imaginarnos en su pellejo, por supuesto desde la distancia, o sea a salvo.
Es justo al llegar a las familias donde deberíamos quizá detenernos unos segundos. Porque si realmente estuviéramos en su pellejo, ¿nos gustaría que el acontecimiento que ha traído la que con casi toda seguridad sería la mayor desgracia de nuestra vida recibiera una atención tan voraz? ¿No haría tal atención sino retardar el proceso de > —que este se termine dando es otro asunto— del que no dejan de hablar los psicólogos en los medios? De seguir por esta senda, corremos el peligro de convertir el relato en un culebrón, y ya sabemos todos qué buscan los culebrones, y el precio que están dispuestos a pagar por alcanzarlo.
(El Norte de Castilla, 2/4/2015)