Iósif Stalin, cuya descomunal impiedad era solo comparable con su inteligencia, dijo una de las mayores y más agudas atrocidades de la historia: >. Cuando llega la catástrofe imprevista y cada día, cada hora, no supone sino otro camión que descargar en la montaña de cadáveres, otra muesca en el cinturón de la muerte, mil, mil doscientos, dos mil quinientos, cuatro mil… tendemos a perder la perspectiva de la magnitud del desastre y, paradoja cruel, comienza a pesar en nuestro ánimo más la estadística que la tragedia. Deberíamos hacer un esfuerzo contra esta tendencia y no olvidar jamás que siete mil cadáveres son siete mil tragedias. Y eso en sentido estricto, pues cada una de ellas seguro que acarrea alguna tragedia más, en aquellos relacionados con el cadáver que se quedaron de este lado: la tragedia económica, la tragedia de la soledad, la tragedia del recuerdo.
Es probable que esta tendencia sea un mecanismo psicológico natural para hacernos soportable el peso de un dolor que de otro modo resultaría paralizante, devastador. La estadística es anestésica, uniformadora y anónima; las cifras no pertenecen a nadie porque todos las manejamos en las más diversas situaciones, y en sí mismas no significan nada: 1, 17, 23, 505: símbolos puros, recipientes por llenar, ceros con otros vestidos. > no es ni mejor ni peor que > si no determinamos si hablamos de manzanas o de Comunidades Autónomas, y aun determinándolo cabría discutirlo. Pero la muerte es la única realidad irreversible, y por ello indiscutible; cuando es, es, y los veinte millones de Stalin fueron veinte millones de particulares historias cercenadas. Más allá de las ayudas directas, los muertos de Nepal y similares merecen al menos que de vez en cuando nos demos cuenta de esta cualidad de intransferible que tiene la muerte, por otro lado evidente. Halla o no entre ellos algún español.
(El Norte de Castilla, 7/05/2015)