La mujer que como ninguna otra representó la era dorada de Hollywood nació en 1905 y rodó su última película en 1941; la que representa la era digital, en 1983, y es seguro que cuando estas líneas conozcan la imprenta esté rodando alguna mientras prepara la siguiente. Un estreno protagonizado por la primera suponía un acontecimiento capaz de compartir con la más reciente decisión presidencial las portadas de los primeros diarios del país; uno que protagonice la segunda pasará tan desapercibido como el coche de un bebé en un centro comercial un sábado por la tarde, aunque tenga interés y venga firmado por un nombre consolidado entre el espectador con ciertas inquietudes. Cuando Greta Garbo se quitaba un guante el mundo se detenía. El crítico más curtido en festivales independientes no notaría que quien tiene sentada al lado en el metro es Greta Gerwig.
En los 75 años que median entre el estreno de Margarita Gautier y el de Frances Ha, la manera de producir y consumir cine ha cambiado tanto —en puridad el cambio se ha dado en las últimas dos décadas— que el propio concepto de cine, con todo lo que lleva aparejado desde la génesis de una película hasta su estreno, se ha expandido/pervertido tanto que haríamos mejor en hablar de industria audiovisual (no está lejano el día en que se convoque en las salas a todo aquel que, armado con su consola y su pantalla, quiera participar en el estreno mundial y simultáneo de un videojuego). No es que el imperio se haya desintegrado: el imperio es demasiado listo e insaciable como para permitir algo así; lo que se ha desintegrado es la idea de imperio, la imagen jerárquica, vertical, mítica y angelina que le venía al espectador a la cabeza cuando leía o escuchaba la palabra ‘cine’. Pero el imperio sigue presente, solo que disfrazado y disperso, y precisamente por ese disfraz y esa dispersión, que lo hacen menos identificable e intimidante, manteniendo en gran medida el poder que detentaba.
En los albores de la era digital, el imperio no tardó en comprender que la revolución en curso le obligaba a convivir con un nuevo estamento que, en conjunto, iba a producir muchísimo más que él. Pero tampoco había necesidad de agobiarse de entrada. El imperio tenía reservas suficientes y una inercia de casi un siglo instalada en el inconsciente colectivo como para permitirse esperar hasta ver por dónde discurrían los acontecimientos; no necesitaron mucho tiempo para darse cuenta de que la propia cantidad de material producido era el antídoto más efectivo contra el incremento febril de la oferta disponible: los títulos digitales de producción autónoma se hacían entre sí la guerra involuntaria, sin necesidad de que el imperio interviniese para nada, y aunque inevitablemente de entre ese mar infinito salía de tanto en tanto un producto capaz de alcanzar más repercusión que cualquiera de los generados por el imperio, estos eran tan testimoniales que no merecía la pena embarcarse en una transformación que supusiese el desmantelamiento y reconstrucción de todo el sistema —aparte de que estos bombazos aislados eran triunfos de una vez; el imperio abordaba a sus ingenieros para que hicieran dentro de él su siguiente proyecto (por lo general la secuela del bombazo), y los ingenieros no se resistían al canto crujiente del dólar y a la posibilidad de trabajar con los más sofisticados medios de producción—.
No fue pues la oferta masiva lo que alertó a los herederos del sistema de estudios sino algo más anónimo y escurridizo, un enemigo contra el que emplear las armas económicas y publicitarias tradicionales era solo perder el tiempo y desesperarse. ¿Cómo combatir a alguien que no tiene rostro, que no tiene cuerpo, que no está ubicado en ningún lugar concreto porque se encuentra en todos a la vez? La eclosión de la piratería digital ha supuesto la única amenaza real para la industria cinematográfica en más de cien años de historia. Al lado de la piratería la crisis del 29 fue un parchís con alubias.
Dentro del imperio hubo quien pensó que el público se había vuelto loco: ¿cómo preferir ver una película en una pantalla de dos cuartas por una, con un sonido crisposo y colores sucios, a verla en una sala, por muy gratis que salga? Loco o no, el desagüe no dejaba de crecer y podría llegar a ser imparable: exigía medidas urgentes. Mientras, los piratas, cuya filantropía proveedora no impedía muchas veces que a la vez se llenaran los bolsillos a baldes llenos, proclamaban orgullosos que el Sistema estaba roto y el Imperio derrocado, y que gracias a ellos cualquiera tendría la oportunidad de consumir —>— contenidos que, antes de su llegada, les habría resultado imposible. Lo cual esconde una mentira. Pues la voracidad insaciable del pirata no discrimina entre objetivos; el pirata se dirige tanto a las producciones de 120 millones como a aquellas cuyo único presupuesto es la ilusión que invierten sus creadores; de hecho, no es que al pirata le dé igual que el sistema se rompa o no: es que prefiere que no lo haga, pues son las películas producidas por los nietos de las majors las que más clientela les proporciona —y si es pirateo para consumo propio son las que con más ganas desean abordar—. Lo que consiguen los piratas no es cargarse el sistema de estudios sino la industria, que es muy diferente, esa industria que sostienen las películas de producción modesta y media, cuya presencia decrece en la misma proporción que crece el desencanto del cinéfilo genuino. Quien quiera hoy producir un largometraje sin la cobertura de una productora de peso solo le queda resignarse o renunciar. Y se suele resignar, y así, como una flor malva en mitad de la autopista, Greta Gerwig.
Si Garbo elegía los papeles con el cuidado de un coleccionista de mariposas, si cada uno de sus planos tenía que ser El Plano, cada réplica La Réplica y cada beso El Beso, Greta Gerwig se baña en luz natural, se atropella en diálogos balbuceados más que dichos y con quien cambia más besos es con su gato. Garbo era el instrumento mejor afinado en manos del guionista y del director; Gerwig tiene que hacer lo que la producción vaya demandando, escribir una escena la noche antes, maquillarse, cargar un foco… Esa naturalidad es la que muestra en pantalla y desmonta al espectador, que no sabe si esa chica tiene la técnica más depurada (la técnica más depurada es la técnica invisible) o no tiene ninguna en absoluto, como los niños.
O al menos en sus comienzos era así. Ahora su magnetismo —que es lo que la hermana con Garbo— ha llamado la atención de productoras grandes, y no es imposible que comience a alternar los proyectos marginales con títulos alimenticios. Gerwig ha tenido suerte. Hay muchas otras cuyos talentos se perderán para siempre, pues la ausencia de una industria real, de un futuro posible, les obligará a decir adiós a su sueño. Por entonces, si se mantiene la tolerancia culpable de los gobiernos, todavía habrá piratas faenando.
(La sombra del ciprés, 16/5/2015)