Al público han comenzado a hacérsele los ojos colonia tras la reciente confirmación de que por fin Netflix, el Vito Corleone de las plataformas en línea —nadie es capaz de proveer tal cantidad de contenido con tantas facilidades—, va a comenzar a ofrecer sus servicios en España desde el próximo octubre. Hasta los piratas digitales han decidido tomarse un descanso en sus navegaciones y abrirse una cuenta de preinscripción.
Y es que hay que rendirse a la evidencia: ¿quién puede resistirse a la comodidad de ver al instante lo que quieras, donde quieras y como quieras, incluso si toca aflojar 8 euros al mes? ¿Quién renunciar a una revolución que hará que el mismo concepto que tenemos de televisión se redefina? Se diría que la televisión se inventó para alumbrar a Netflix. Netflix es llevar a Daredevil en el bolsillo trasero del vaquero, dispuesto a voltearse a tu voluntad, con solo pulsar un botón. Es que Cloë Sevigny te susurre mientras esperas el bus. Es la pera limonera.
Salvo que no lo sea. Allá cuando por el pleistoceno arribaron las primeras privadas, al público también se le hicieron los ojos colonia; pronto se vio que la cosa no daba para más que para las rotundas formas de las Mama Chicho. Con el tiempo el único cambio sustancial fue el de los entusiastas rebotes de las Mama Chicho por la abúlica inmovilidad de los concursantes de Gran Hermano. Pasamos de la telefecal (Umbral) a la telenada, y ahora damos con la teletotal. Se nos asegura que Vito/Netflix provee de un contenido de mayor calidad. Pero el problema no es ni siquiera de contenido, sino de exceso. La oferta excesiva termina ahogándose a sí misma —¿ya nos hemos olvidado del ladrillo?—, y con una lista de deseos de mil capítulos por ver, aun ordenados según las necesidades personales, no seremos más libres sino que estaremos más estresados e irritables: el hipotético disfrute se convertiría en una obligación diaria más. Uno casi que se quedaba con las Mama Chicho.
(El Norte de Castilla, 11/6/2015)