Si no otra cosa, el torpedo catalán nos ha recordado, a la vista —al oído— del empeño difusor de las cabezas de partido en las últimas semanas, el papel central que el diálogo ha de jugar en el asunto. El más contundente ha sido Pedro Sánchez: Rajoy que [el diálogo] antes era necesario y ahora es imprescindible>>. ¿Pero de qué habla(n)? Que un político enarbole la bandera del diálogo como un activo de su gestión es como si un boxeador se felicitase porque salta a la comba todos los días. Ya sabemos que es imprescindible. Solo faltaba. El diálogo es a la democracia como el color blanco a la nieve, algo congénito. La democracia nace del diálogo, y no es ocioso el que el teatro dramático y la democracia surgieran a la par en un mismo lugar. Si las cabezas de partido no cejan en su empeño de airear las bondades del diálogo se debe a que hasta ahora no lo han practicado o a que acaban de enterarse.
Uno se inclina por lo primero. La tradición española es una tradición de coliflores en las orejas, y para el que diálogo funcione lo primero que hay que hacer es sacarse la coliflor. En el toma y daca verbal (tesis/antítesis) que constituye un diálogo real, entre dos españoles rara vez se llega a la síntesis de la negociación, y no nos solemos mover un dedo de nuestra posición inicial; si le damos la razón al otro, es solo por cansancio o aburrimiento. En tiempos, la coliflor más famosa del hemiciclo era un libro muy gordo que Alfonso Guerra se ponía a leer cuando Fraga salía a denunciar lo que le costaba la cesta de la compra a la buena ama de casa española, coliflores incluidas; no es que la denuncia de don Manuel fuese original o amena, pero si alguien tan atravesado por el veneno del teatro como Guerra pasaba de escuchar, ya nos hacemos una idea de lo que podemos esperar de la rueda de contactos promovida por Rajoy. Nos faltan unos cuantos Sócrates para que la rueda comience a moverse.
(El Norte de Castilla, 5/11/2015)