París es antes una metáfora que una ordenación urbana. París es tan real para quien no la ha visitado nunca como para quien vive en ella —quizá más—. París es la ciudad del amor, la ciudad de la luz, la ciudad del exilio voluntario. El aura precede a París, y luego barniza la realidad hasta que la realidad, ay, al cabo se impone.
Atacar París es atacar no un centro de poder fáctico sino el símbolo más visible y genuino del triángulo libertad/igualdad/fraternidad, ese triángulo que el fundamentalismo entiende como una afrenta íntima. Que en Occidente la realización completa del triángulo no se haya dado nunca, que el triángulo periódicamente parezca más una broma de mal gusto que el pilar sobre el que asentar una convivencia con garantías, no le importa al fundamentalismo: el triángulo sigue sosteniendo la realización —y, conviene insistir, armándola en parte—, y atacando la idea la realización se resiente; el fundamentalismo sabe que un muerto en París posee una carga afectiva que no tendría en Sofía o en Bucarest, y por ello lo elige. Sabe también que no es indiferente violar el símbolo de una u otra forma; cuanto mayor el símbolo, más operística la forma. Un lluvia de balas nocturnas o una cadena de explosiones como arbustos de fuego recibirán mucha más atención mediática que el sabotaje de una depuradora de agua, aunque los efectos de esta resulten más catastróficos; y con la atención mediática el mensaje calará más hondo no solo en el ánimo del occidental infiel sino en el del fundamentalista de calle, en el ignorante al que han hecho creer que solo hay un camino hasta la iluminación y que este pasa por la aniquilación de lo extraño.
Pero hay algo de ingenuo en estos ataques, pues un símbolo atacado sale del ataque, tras el cataclismo inicial, más limpio, más fuerte, y el agresor alcanzado. >, decía Bogart, porque si el símbolo es bello, bueno, verdadero, no morirá por mucho fuego que se le aplique.
(El Norte de Castilla, 19/11/2015)