>, escribió el poeta, y el Norte se enceniza en un vértigo de fuego, los bosques se hacen pasto del olvido según las llamas avanzan en una labor minuciosa, indiferente e incansable, mientras el cielo mira y a veces se apiada con una cortina de lluvia, pero apenas accede, y la esperanza se duele, pues quizá la primera ceniza que produce el fuego es la ceniza de la impotencia. No otra cosa late en las declaraciones oficiales que aseguran, con fundamento, que los incendios han sido provocados —>—, y que llaman al pueblo a colaborar, en la medida que pueda, en la identificación del causante.
¿Hay pues un motivo oscuro, un ovillo que desmadejar en la ristra de incendios? Las buenas novelas negras nos enseñan que los motivos oscuros suelen estar muy claros, y en realidad pueden reducirse a un puñado: dinero y alguna baja, visceral pasión (envidia, odio, celos). El dinero apunta al sector de la construcción, tras la aprobación a mitad de año de la reforma de la Ley de Montes, que ahora permite recalificar terrenos quemados para edificar en ellos antes de 30 años cuando existan >. (El de interés público es un concepto jurídico tan abusivo para el ciudadano como útil para el gobernante: cualquier razón —el adjetivo añadido es ya la guinda ociosa— puede ser de interés público: basta con que el gobernante así lo considere.) Y apunta al sector ganadero, que —supuestamente— obtendría más pastos y subvenciones (al ganado habría que tratarlo como se debiera al ladrillo y prohibir su acceso a las áreas calcinadas). Pero por mucho que nos guste jugar a detectives, la explicación más probable sea la más prosaica: un Nerón de pacotilla cuyo único motivo es la sensación de omnipotencia que la destrucción masiva le proporciona, el éxtasis de vida y muerte que el fuego comporta, tiempo a la vez detenido y en curso. Un probable enfermo, ni más ni menos, un culpable acaso inimputable.
(El Norte de Castilla, 31/12/2015)