Hoy la crítica cultural en los medios de comunicación se mantiene más por inercia histórica, y por un vago complejo de culpa, que por verdadera necesidad. La saturación casi infinita de opiniones que han habilitado las redes sociales ha generalizado la confusión, no por extendida menos errónea, de identificar el principio de que toda opinión merece ser oída con el de que toda opinión merece ser respetada (valorada) por igual. Pero, como es obvio, una opinión que defienda la necesidad de arrear unos cuantos latigazos en la espalda cada vez que el hijo no quiera terminarse el plato de lentejas no merece respetarse como la que defienda una firmeza comprensiva, racional. En el ámbito cultural ocurre lo mismo, o debería ocurrir; si no lo hace es porque la función primera de la crítica consiste en discriminar, en ubicar la obra comentada en un escalón/escalafón dentro de una escalera implícita de obras del mismo tipo, lo que choca frontalmente con el (injusto) igualitarismo que la facilidad de opinión ha generado, y porque la materia cultural es porosa y está siempre tamizada por el gusto personal. Solo que el gusto no basta. Para sostener una opinión necesita concretarse, articularse, fundamentarse —y fundamentarse con razones específicas del ámbito a que se refiere—, y la inmensa mayoría de las opiniones que se vierten en la aldea digital simplemente son la traslación en bruto del gusto propio. Ese salto, ese plus de fundamentación entre el gusto y la opinión que supone el ejercicio de la crítica es lo que se está perdiendo, y ya los grandes medios de producción están optando por dar el sí o el no a un producto en función solo de la inmediata recepción del público mayoritario: Amazon produce el piloto de una serie ‘on line’ y lo saca a la palestra; si recibe más de tres estrellas, hace la serie; si no, pasa al siguiente. No quieren ver que la buena crítica es creadora, y su defunción supondría la defunción misma del arte.
(El Norte de Castilla, 7/1/2016)