Antes que la disponibilidad inmediata de una cantidad insostenible de datos, antes que la abolición de fronteras físicas y horarias, antes incluso que la indefensión del consumidor ante el asedio publicitario, acaso la transformación más brutal que ha traído internet haya sido la expansión del concepto de realidad en la conciencia social, al punto de que ahora aceptamos cosas que hace un par de décadas nos habrían parecido delirios esquizofrénicos o puestas en escena surrealistas. El Rey de un territorio firma el nombramiento de un presidente de una parte de ese territorio que previamente había advertido que hará todo lo posible por escindirse del territorio/madre. El capo de la droga más buscado se fuga de una prisión de máxima seguridad por un túnel (sí, un túnel) abierto hasta el plato de la ducha de su celda, concierta a través de una actriz de culebrón una entrevista con un actor de Hollywood metido a —mal— periodista y a este se le reprocha luego no haber dado parte a las autoridades de la cita. El más que probable candidato a la presidencia del país más poderoso del mundo ofrece nada menos que diez millones de dólares a quien le traiga la cabeza del aludido capo en una bandeja.
Estos casos —en nada rebuscados— los recibimos con naturalidad, casi con hastío. La sorpresa dura lo que tardamos en volver a hacer clic. La mecha de la indignación está mojada, quizá para siempre. Al expandirse, el concepto de realidad ha uniformado la percepción general, borrado en gran medida las diferencias entre lo grotesco, lo grave, lo banal: también lo ficticio. El 11-S supuso un primer punto de inflexión: cualquier imagen, por inverosímil que pareciera, podía ser realidad. Ahora nos acercamos a otro punto, acaso irreversible: el momento en que a la expresión realidad virtual se le caiga definitivamente el adjetivo, y por tanto devenga efectiva, material, y se termine confundiendo con aquella en la que —¿por cuánto?— todavía nos seguimos moviendo.
(El Norte de Castilla, 14/1/2016)