<<Mientras haya vida, habrá cáncer>>. Me topé con la frase en un titular a varias columnas, y es de esas que en el mismo momento de leerlas sabes que te acompañarán por el resto de tu vida (vida con cáncer latente). Pese al formato elegido por el redactor de la noticia, no es una afirmación escandalosa ni polémica, sino objetiva y honesta; quien la profirió —un investigador de prestigio sin fronteras— se limitó sencillamente a constatar una evidencia que por otro lado cualquiera sabía, como el niño que señaló al rey y dijo que iba desnudo. Han pasado tres años largos y la sociedad prefiere seguir creyendo que al rey lo arropan las más exquisitas telas.
Es otra muestra, acaso la más palpable, del velo opaco que, sin descanso, se extiende cada vez más sobre el tema de la muerte en la esfera cotidiana. La muerte en la esfera cotidiana se ha convertido en una suerte de tabú, de superstición inversa, como si el hablar de ella fuera a convocarla o a acelerar su venida, o como si evitándola se pudiera mantener apartada. Se da así la esquizofrenia brutal de que por un lado se niega la muerte y por otro, en la esfera mediática —desde las noticias de los informativos hasta el cine más banal—, se consume insaciablemente, no ya con normalidad sino con indiferencia. La muerte mediática se percibe como algo despersonalizado, abstracto en gran medida, o algo que <> en general, o sea que les ocurre a los otros, incluso aunque la muerte de esos otros se deba a una causa tan aplicable a nosotros mismos como los accidentes de tráfico. O como el cáncer. ¿Por qué entonces la ley del silencio en la esfera cotidiana? ¿No sería más sano admitir —primer paso para asumir— que somos vulnerables? Fernando Savater inició Las preguntas de la vida con el capítulo sobre la muerte, un síntoma envidiable de salud mental. El cáncer es muchas veces una ruleta de la tragedia, pero la táctica del avestruz solo hace el golpe, si llega, más doloroso.
(El Norte de Castilla, 4/02/2016)