Bruselas, Palmira, Pakistán… Con la llegada al calendario cristiano/católico de fechas rodeadas por un círculo rojo ha repuntado la intensidad visible de las acciones de ese cuerpo proteico, multípodo, sin rostro y fanático que hemos dado en llamar terrorismo internacional, y con el repunte la conocida secuencia de incomprensión-indignación-adopción de medidas-reposo. Ocurre que cada vez la secuencia es más breve. Y en gran medida es más breve porque el primer eslabón de la secuencia ha perdido el fulgor de la novedad. Cómo alguien puede llegar al extremo de inmolarse en el nombre de Dios —de una idea de Dios—; cómo puede defender hasta el asesinato una ley que es transcripción literal de un texto compilado hace más de 1300 años a partir de una supuesta revelación; cómo quienes la defienden consiguen atraer a su seno a personas inteligentes que no habían tenido relación alguna con el credo y cambiarles la manera de ver las cosas de forma tan medular, etc., son preguntas que al principio nos acosaban como sombras turbias, y por supuesto no han perdido vigencia alguna, pero ante la imposibilidad de encontrar una respuesta medianamente satisfactoria, una motivación medianamente racional, al final no consiguen despegarse del eslabón de la incomprensión, y así, por puro instinto de conservación —y por aburrimiento—, terminamos por hacerlas a un lado >.

De este modo hemos alcanzado un estado en el que comenzamos a asumir los repuntes del terrorismo de un modo similar al que recibimos las víctimas por accidente de tráfico. Sabemos que víctimas siempre hay, y sabemos que cuando llega el 15 de agosto ese número se incrementará; pero nada puede hacerse fuera de tener cuidado uno mismo y esperar a que la suerte no nos señale, y lo más saludable es seguir adelante.

Sin descuidar la higiene mental, no debería en todo caso obviarse el hecho de que una muerte es siempre una tragedia, y que el terror no deja de engrosar sus filas.

(El Norte de Castilla, 31/3/2016)

@enfaserem