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Eduardo Roldán

ENFASEREM

Casillas rotas

La mujer es el centro gravitacional de las películas de Pedro Almodóvar. Pero no es, pese a ser centro, autónoma; tiran de ella fuerzas que no es capaz de dominar. El origen de estas fuerzas suele ser, quizá inevitablemente, un hombre. Los hombres (heterosexuales) de PA presentan un perfil monolítico, más de una pieza que el de las mujeres; tienen las ideas más claras y el corazón más sereno —o así se muestran—, pero esto no debe llevarnos al equívoco de creerlos menos complejos o interesantes: tal impresión se debería solo a que se les concede menos tiempo en pantalla, a que su función de contrapunto se sugiere pero no se explicita.

En todo caso, el director manchego se ha mostrado siempre mucho más interesado en los personajes impuros, contradictorios, de fronteras volubles, y de ahí que, en cuanto al hombre como ser sexual se refiere, sus filmes invierten la norma de la realidad fuera del cine: el heterosexual recto —aunque nadie lo sea por completo— es casi una excepción, situándose sus más relevantes personajes masculinos en las regiones marginales del travestismo y el transexualismo. (Hoy apenas quedan espacios marginales por explorar, si es que queda alguno, pero tales incursiones son por lo general puntuales y de un tratamiento epidérmico; quizá solo R.W. Fassbinder, dentro del cine occidental, se haya internado en ellas con la curiosidad devota de PA.)

El travestismo almodovariano comienza por el propio cineasta, que en Laberinto de pasiones se regaló un extenso cameo musical, tan gratuito en lo narrativo como memorable, la antípoda en cuanto a relevancia dramática del de Miguel Bosé en Tacones lejanos; aquí el travestismo no se ciñe a una preferencia estética, a un gusto icónico por el rímel y las medias de rejilla, sino que desempeña un rol operativo (el juez Domínguez se traviste porque el disfrazarse le ayudó en el pasado para resolver un caso; el hipotético gusto que haya podido desarrollar desde entonces es circunstancial, subsidiario de la función investigadora). Entre un polo y otro hay en la filmografía de Almodóvar una galería tan extensa como variopinta, cuyos miembros tienden a quedar más cerca del polo gratuito que del polo necesario.

Más interés presenta el tratamiento de esa figura del desgarro que es el transexual, tanto por la infrecuencia con que se ha tratado como por la riqueza dramática que tiene la figura, que el travesti no suele alcanzar. El travesti es ante todo vestimenta, pintura, externalidad; el transexual presenta una falla interior cuya canalización a través de la apariencia no le basta, e incluso puede acentuársela al hacerle más evidente la distancia dentro/fuera. Quizá no haya tragedia íntima mayor que la de nacer en un cuerpo que no sientes tuyo: suerte de existencia esquizoide, de rechazo a lo que ves de ti y no solo ves, sino que has de valerte de ello, obligado si quieres seguir viviendo, seguir tirando. Lo que por supuesto desemboca a veces en la depresión o el suicidio, y es justo en ese punto de inflexión que los trans almodovarianos deciden resistir, como en el tema final de Átame: son personas que no se resignan al destino que les ha sido impuesto, caracteres fuertes que con igual desparpajo exigen a un limpiador que las empape a manguerazos en una noche de bochorno o se sueltan un monólogo sobre la autenticidad personal donde exponen una a una las muchas operaciones a las que se han sometido, precio incluido, para alcanzar el intransferible, inimitable aspecto que presentan, su sueño de siempre.

En esta exploración de la tragedia íntima del transexual PA gusta también de manipular las creencias previas —léase prejuicios— del espectador, de modo paralelo a como hacía su maestro Hitchcock con las expectativas, con la diferencia de que la manipulación de Hitchcock es fundamentalmente cerebral y la de Almodóvar visceral, y esto no quiere decir que el manchego no  articule las tramas con rigor (como no quiere decir que el británico desdeñase filmar las turbulencias del corazón: suyas son algunas de las historias de amor más intensas de la historia del cine), sino que lo que mueve la voluntad de sus personajes es sobre todo una causa interior, una fuerza natural incontrolable, no impuesta coyunturalmente por circunstancias externas azarosas. Desde el meticuloso plano secuencia del desnudo de Bibiana Fernández en Kika, donde juega con sombras y verjas para mostrar escondiendo, hasta la elección de Rosario para encarnar a un torero (acaso el oficio más masculino que exista), Almodóvar genera con sus travestis y transexuales una turbación en el espectador cuyo fin no es, como se ha dicho tantas veces, la provocación gratuita, tan pobre y aburrida, sino el deseo de que el espectador mire con ojos más abiertos, más limpios, que sea capaz de transcender las casillas heredadas y se dé cuenta de la esencial vinculación entre los hombres (en sentido amplio). Pues no otra es la enseñanza fundamental del cine de Pedro Almodóvar: somos muchos y de variado pelaje, pero al final es más lo que nos une que lo que nos separa.

(La sombra del ciprés, 7/5/2016)

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Columnas, reseñas, apuntes a vuelamáquina... El autor cree en el derecho al silencio y al sueño profundo.


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