¿Para qué las ferias del libro? Las ferias del libro son ante todo un invento de los editores en un intento por vender más; para ello, escarban en el complejo de culpa de las administraciones públicas, que sienten no realizan como deben su labor de <> al ciudadano, de <>, y así acceden —en parte— a las demandas de espacio y tiempo de los editores. Que luego la gente lea o no resulta secundario: lo que importa es que compre, y si las ferias se siguen celebrando no se debe solo a la inercia histórica sino a que efectivamente el desembolso se produce.
No pretende ser esto una invectiva contra el gremio editorial, nada más lejos: si hay alguien al que todavía le guste leer, que todavía aprecie los libros como objeto —y por tanto como símbolo: todo objeto que merece la pena tiene un valor simbólico más allá de su valor material, como nos enseñan los poetas—, ese alguien son —en porción no menor— los editores; si lo único que pretendiesen fuera el rendimiento monetario, se habrían dedicado a otra cosa. El editor, como cualquiera, se busca las habas lo mejor que puede, y si luego el comprador utiliza el libro para calzar una mesa coja o hacer papiroflexia, eso ya no depende de él. Los lamentos de tertulia radiofónica tras los cuadros anuales de lectura tienden a obviar el hecho esencial de que el primer culpable de las cifras de los cuadros no son ni las administraciones indiferentes ni los editores que solo publican birrias, como ha dicho hace poco, con gran escándalo, un muy editado escritor, sino el señor que no lee, del mismo modo que la culpa del asesinato no la tiene el productor del cuchillo sino el que lo empuña.
Leer es uno de los ejercicios más íntimos que existen, y el mundo de los libros uno de los territorios más autónomos y más libres que se puedan encontrar. Explorarlo o no depende por completo de cada cual, y ni un millón de campañas institucionales ni un millón de ferias van a cambiar esto.
(El Norte de Castilla, 2/6/2016)