Por británico, por miembro del Servicio Secreto y sobre todo por carácter, Le Carré viene practicando el ejercicio del silencio desde que comenzó a publicar novelas hace más de medio siglo y el ciclón de la fama lo colocase en una peligrosa posición de la que, sin embargo, ha sabido en buena medida protegerse y hasta sacarle partido; la fama le ha abierto puertas que sin ella jamás, pero esos encuentros a los que le ha dado acceso los ha utilizado esencialmente como activos literarios, territorios de los que extraer la materia que necesita para seguir con lo que de verdad le importa, la narrativa de ficción. El que esta narrativa explore el mundo oculto y fascinante —más fascinante en cuanto que oculto— de los servicios de inteligencia, el espionaje internacional y los secretos de Estado, todos esos hilos grises que ni un comando de Snowdens sería capaz de sacar a la luz, y que lo explore con conocimiento de causa, ha llevado, desde el seísmo editorial que supuso El espía que surgió del frío, a que la gran mayoría de lectores no dejase de hacerse La Gran Pregunta: ¿qué parte de lo narrado es real? (Eso cuando no daban por sentado que todo lo era.)
Por ello el anuncio de la publicación de sus memorias se recibió con tanta euforia en el público de a pie —<<¡Por fin la respuesta!>>— como temor en las altas esferas —<>—. Quien espere una sucesión de chismes venenosos sobre las bambalinas del poder o un ajuste de cuentas con quienes le han dado la espalda por el mero hecho de decir lo que tenía que decir —y por haber tenido éxito—, se puede ahorrar los euros. En los escasos episodios en que relata una fricción personal, Le Carré tiene la elegancia moral de no citar los nombres de los resentidos más que cuando la fricción es ya conocida, pero tampoco es pusilánime: no se desdice de lo que escribió en su momento cuando le sigue pareciendo que lo dijo como debía. Tampoco espere el lector grandes e indignantes revelaciones de material clasificado, ni la exposición de las miserias íntimas de Arafat o Gorbachov o Richard Burton: no se desnuda a ningún rey. Le Carré, como buen caballero inglés, mantiene las promesas de confidencialidad aun muerto el promitente. Y en cuanto a La Gran Pregunta, el que el caballero escriba con seudónimo ya debería sugerir el sentido de la respuesta. ¿Qué trascendencia tiene que Smiley sea una creación basada en un solo hombre, en tres o en ninguno? ¿Qué que en la realidad los terroristas palestinos matasen o no al abuelo en que se inspira Charlie, La chica del tambor? ¿Es menos verdadera la novela si el asesinato motivacional es una invención? Las obras de ficción son productos autónomos, destilados, cuya verdad trasciende la de los hechos aunque se apoye en estos. El interés que presenta Volar en círculos no es el del inventario y cotejo entre lo narrado y lo acontecido sino cómo se desenvuelve la prosa de Le Carré en un género inédito: ¿mantiene la fuerza narrativa de sus ficciones? Esta es La Gran Pregunta a responder.
Varios registros de la voz del novelista siguen en la del memorialista: los destellos de ironía —<>; <<… los armarios de nuestras habitaciones se llenaron de juguetes a una escala árabe>>—, el detalle revelador —<<[mientras esperan] … han acudido vestidos con sus mejores galas y están bebiendo vino blanco tibio>>—, el adjetivo o complemento del nombre luminoso —<>; <>; <>. Como narrador, las dos pegas de que adolece Le Carré son el uso excesivo de los adverbios terminados en -mente —que aquí se mantiene— y cierta falta de contención en los diálogos, en ocasiones demasiado explicativos —que aquí se reduce, por ser transcripción y no creación—.
Acierto indudable es la estructuración del libro a modo de fogonazos, que es como funciona la memoria —nunca fiable del todo, según insiste Le Carré—. Dentro del relato de cada capítulo-fogonazo se incluyen asimismo acotaciones, reflexiones, saltos en el tiempo adelante o atrás cuando la peripecia relatada tira de la memoria en uno u otro sentido, lo que concede al texto gran dinamismo y vitalidad, a lo que contribuye el empleo de un recurso muy original, el cambio verbal del tiempo pasado al presente cuando Le Carré se dispone a contar una escena que incluye acciones físicas —donde muestra todo su brío como narrador—. Con lo dicho, los capítulos pueden agruparse más o menos en una serie de núcleos temáticos: los dedicados a la Guerra Fría, al conflicto palestino-israelí, a la industria cinematográfica, no menos cainita que la política —<>—, etc. Mención aparte merece el titulado ‘El hijo del padre del autor’.
Con diferencia el más extenso (cincuenta páginas, cuando los demás rondan las quince, y hay incluso unos pocos que son cápsulas de página o página y media), es de entrada el menos <>: ninguna negrita de la política, el arte o el deporte encontrará el lector. Es también el de mayor interés. En él Le Carré se propone, aun siendo consciente de su fracaso anticipado, lo cual le otorga más valor, hacerse el harakiri del complejo edípico que todavía a sus ochenta años cumplidos no ha logrado superar: <>. El padre del autor —que así firmaba los ejemplares escritos por su hijo, para sacarse unas perras, y de ahí el título del capítulo—, a quien Le Carré se refiere como <<Ronnie>>, en diminutivo —no hay que ser Freud para detectar el deseo de minorarlo—, fue un mentiroso patológico, narcisista, ventajista, timador, con un encanto irresistible, capaz de conseguir que sus dos hijos estudiasen en Eton sin tener una sola libra con que pagar las matrículas. Fue también el modelo para Un espía perfecto, la obra maestra indiscutible del corpus de Le Carré, algo así como la novela de intriga que habría escrito Proust y la prueba de lo aquí defendido, que no tiene por qué haber más verdad en el relato de la realidad que en el transformado por la ficción —con toda la calidad que, insisto, tiene este medio centenar de páginas—.
Pero de los muchos personajes que pueblan sus libros, la mejor creación de John le Carré sigue siendo él mismo. A través de su nombre de pluma David Cornwell ha llevado a cabo aquello que más le gratifica durante medio siglo largo, y seguir en ello mientras pueda. Una buena vida.
(La sombra del ciprés, 8/10/2016)