Con su habitual didactismo erudito, a la vez ecuánime y crítico, Leontxo García contaba en reciente artículo la situación en que se hallan las damas del ajedrez ante la celebración próxima del Mundial en Teherán. La obligación de envolverse la cabeza con el hiyab ha llevado a la campeona de EEUU Nazi Paikidze ha anunciar que deja su silla vacante, sin apenas respaldo del resto de la élite internacional. Dejando al margen las razones de la elección de tan controvertida sede —Teherán debe de haber supuesto una gran ganga, como cantaban McNamara y Almodóvar, para alguno de los gerifaltes de la FIDE, acaso para su abducido presidente Iliumyínov—, uno no alcanza a comprender el rechazo de la denuncia/renuncia de la jugadora americana por las otras damas, se hayan o no pronunciado —en este caso quien calla sí otorga—.
Aducir que acudir a Irán contribuye a la liberalización de la mujer en el país, a darle la > que por norma se le niega, es un enfoque donde se confunde la realidad con el deseo, como en la poética de Cernuda. Lo que de verdad generaría eco mediático y al menos contribuiría al debate, aparte de poner a la FIDE en jaque, sería que las demás damas —cuantas más, mejor— respaldasen a la americana y no asistieran. >, se han justificado algunas. Como si Paikidze no quisiera: justamente ahí está el nudo del conflicto decisorio, y el valor moral de su elección. ¿O es que alguien cree que es fácil renunciar a lo que uno mejor sabe hacer, a lo que más le completa —en definitiva: a lo que uno es—? El hiyab es un símbolo que admite varias lecturas, pero ninguna que no conlleve la idea de sumisión; y un símbolo que es más que un símbolo: con un peso jurídico aplastante y aterrador.
Démosle la vuelta: ¿qué ocurriría si el Mundial se celebrase en París y se prohibiese a las jugadoras iraníes que lo quisieran a llevar el velo porque como símbolo atenta contra los principios básicos de la República?
(El Norte de Castilla, 13/10/2016)