El toro es la nobleza. Y capaz de dar muerte, es también y ante todo la inocencia. Pese a la perniciosa influencia de siglos y siglos que Esopo y similares han traído a los niños ávidos de relatos, inyectándoles la idea de que el burro es tonto, la serpiente cruel y el zorro vengativo, en realidad cualquier animal, si se quiere establecer un paralelismo, a lo que más se parece es justamente a un niño. No hay perros buenos y perros malos: hay perros (otra cosa son sus dueños). Un toro no es más que media tonelada de inocencia, un niño de quinientos kilos, y como inocente que es, matarlo está mal. Porque además —algo que no se dice— es la parte débil de las dos que se encuentran en la plaza: basta contar las veces que el toro cae y las que cae el torero. El sufrimiento y la muerte de un ser inocente y noble no pueden justificarse con criterios estéticos, como no puede justificarse el prender fuego a Roma por experimentar lo sublime de la estampa. Los pasos del rito, la indudable plástica del capote, la incertidumbre del peligro se deshacen ante la realidad irreversible de la muerte. Lo cual no quiere decir que la vida del toro sea equiparable a la del hombre, tampoco a la del hombre que lo mata o a la de los que miran cómo lo mata, y los antitaurinos que se apostan a la entrada de las plazas y gritan > a quienes entran no tienen justificación ni en un sentido metafórico. Que le pregunten a alguien cuyo esposo o hermano ha sido asesinado, a ver si el sentimiento se puede comparar.
Ante la sentencia que reabriría La Monumental, Ada Colau ha afirmado que >, se cumplirá la normativa catalana —municipal y autonómica—. Es un ejemplo palmario de fascismo, y si no llama más la atención es porque ya estamos acostumbrados y ha estado —muy— arropada. Somos muchos los que quisiéramos ver el fin de las corridas en todo lugar y para siempre; otros tantos los que el fin de esta raza de políticos.
(El Norte de Castilla, 27/10/2016)