Mrs. Caldwell habla con su hijo desmonta todos los prejuicios que el interesado pudiera tener sobre el autor, también los literarios. Novela que sucede a La colmena, es en gran medida el negativo formal de la quizá más célebre y sin duda más celebrada obra celiana. La polifonía de voces cotidianas da paso a una sola, confesional; la vibración urgente y urbana, a una morosa, susurrada; el tiempo concentrado de los días al elástico de la memoria; la red profusa de las relaciones múltiples a la intimidad hermética de la relación de a dos. Es el método que Cela siempre prefirió: escribir contra sí mismo, o sea contra lo ya logrado, y de este modo obligarse a explorar territorios que no había transitado; al hacerlo, consiguió renovar y expandir la prosa narrativa en español —novela y libros de viajes— como solo un puñado de escritores han sido capaces.
Lo que nada más comenzar la lectura llama la atención en Mrs. Caldwell… es el empleo de la segunda persona del singular, salvo para ocasionales afirmaciones atemporales, genéricas, en las que el narrador, la Caldwell del título, utiliza, como es lógico, la tercera del presente, personal o impersonal —<>; <>—. Este empleo de la segunda persona, esta suerte de voz epistolar —<<… jamás te pregunté una sola palabra sobre la que tuviera alguna duda de tu respuesta>>; <<¿Por qué, hijo mío, por qué esa cruel puntualización?>>—, es un recurso por el que la comunicación entre el narrador y el receptor —Eliacim, el hijo de Mrs. Caldwell, pero a la vez el propio lector— se intensifica y se aísla, se desnuda. Se trata no obstante de una comunicación unidireccional, de botellas lanzadas al mar sin esperanza de respuesta; Mrs. Caldwell… es la crónica de una desintegración, la de la cordura de la narradora, que se dirige a su hijo muerto —y único— en forma de breves cápsulas, sobre los más variados y en apariencia inconexos temas —el ajedrez, las manos, el reloj de arena…—; a través de ellas se van pincelando hechos de la vida de ambos, y así, por vía indirecta, desvelando la relación que madre e hijo mantuvieron, desde la concepción de Eliacim hasta su heroico final en las procelosas aguas del Mar Egeo. Aunque esas cápsulas son perfectamente consumibles por separado, de manera aleatoria, el Caldwell alcanza su plenitud leído de la número uno a la doscientos doce; como se ha dicho, se trata de una crónica. En su valiente libro sobre la depresión, Andrew Solomon la identifica con la locura. Es el caso de Mrs. Caldwell: a medida que la depresión se ahonda, la locura se le despereza; aunque la muerte súbita del hijo fuera el detonante del proceso de disolución de la realidad que la anega, el germen de la locura ya lo tenía instalado.
Mrs. Caldwell tiene un profundo complejo de Agripina, o Edipo invertido, por dar una imagen quizá más clara: Eliacim era su obsesión, su amor exclusivo. Mrs. Caldwell desdeña a su marido, y se deja caer que Eliacim es en realidad hijo del señor del segundo, <>, del que ha heredado los ojos; es decir que el señor del segundo no era más que un dispensador de semen, ella desde el comienzo quería un hijo y lo quería para sí. ¿Llegó a materializarse la relación incestuosa? En las últimas cuatro cápsulas, enviadas desde el hospital de lunáticos, Mrs. Caldwell ya no se dirige a él como <> o <>, sino como <>, sin pantallas. Se disiparían así las dudas del interrogante, por si quedaba alguna. Pero no hay que olvidar que no es una narradora fiable. La memoria falsea, y más la memoria de un desequilibrado; si no cuestionamos en ningún momento lo que la señora Caldwell refiere, es por la tremenda singularidad y potencia expresiva de su voz. Con magistral sutileza, Cela le atribuye a Caldwell la condición triple de señora con posibles y sin trabajo, espíritu a la vez conservador y anarquista, y de poetisa, de modo que el lenguaje que emplea resulta muy rico y, más importante, orgánico: todos los registros se funden en uno, y así aceptamos naturalmente tanto las opiniones sobre la gimnasia o los perros de lujo como las referencias literarias —a Homero, a El cementerio marino— y el uso de metáforas y rizos surrealistas. Algunas, puntuales, cortan el aliento —el brazo que entra en la manga como un tren en un túnel—; otras, más genéricas, recorren el texto como un rumor sostenido, el mar cual tumba la de mayor presencia.
Veta lírica que quizá se crea inédita viniendo de quien viene. De inédita nada: lirismo no es cantar a los lirios, o no solo: hay tanto lirismo en la seca violencia de Pascual Duarte como en las meditaciones de la señora Caldwell, y la prosa de Cela, toda ella, tiene una fuerza lírica arrasadora, sostenida en gran medida por uno de los oídos más finos que se puedan encontrar.
Este libro es asombroso.
(La sombra del ciprés, 26/11/2016)