La ola de cólera —por otro lado previsible— que los justicieros sociales de internet y la radio han levantado tras el anuncio del Gobierno holandés de la posible ampliación de la ley reguladora de la eutanasia, para que abrace a las personas cuyo motor vital ha dejado de bombear aun sin padecer ningún sufrimiento insoportable e irreversible, no hace sino demostrar la necesidad de una regulación así. Que sin embargo se queda corta. En caso de aprobarse, solo podrían solicitar asistencia para poner fin a su vida —repárese en el pronombre: SU vida— quienes hayan alcanzado cierta edad, todavía por determinar pero con intención de que se aplique solo si en la tercera. ¿Y qué pasa con el que tiene cuarenta, o treinta, o veinticinco? ¿Cómo determinar cuánta vida se ha vivido? ¿Es que solo a partir de los 70 se puede considerar una vida completa, o que el vaso del sufrimiento se ha llenado? Los filtros para la concesión —ha de transcurrir un tiempo desde la solicitud, y el dictamen de dos especialistas— son ya suficientes para garantizar que el deseo de poner fin no es producto de un transitorio brote de depresión o angustia y efectivamente se desea morir.
Esta normativa no contribuye al suicidio, como se ha dicho, ni malbarata la vida; al contrario, es garantista con la vida, al menos la vida entendida como ejercicio de la libertad y por tanto de la responsabilidad, la única manera de entenderla. Pues ¿qué otra elección es más libre que la de elegir el momento de la propia muerte? ¿Y en dónde queda la dignidad de una persona a la que se obliga a seguir ejerciendo de continuo algo que no desea y no tendría por qué? Nadie tiene derecho a desenchufar a quien no lo quiere, y por el mismo motivo tampoco a mantenerlo enchufado si no lo desea y carece de los medios para desenchufarse él, se encuentre en una cama de hospital o caminando por la calle.
No es imposible que la cerrazón al debate sobre la muerte se deba al miedo a examinarnos.
(El Norte de Castilla, 8/12/2016)