Una corriente, minoritaria pero en templada ascendencia, ha decidido cortar casi todo vínculo con internet y derivados y limitar su uso a las actividades imprescindibles: consultar el correo electrónico una vez al día, la cuenta bancaria una a la semana. Ni guasap en el móvil ni presencia en las redes sociales, ni siquiera lectura de la prensa digital. Lo más interesante del fenómeno es que los adheridos no constituyen una secta de iluminados rousseaunianos o de fanáticos religiosos que crean que la red es la última y más sibilina forma que ha adoptado el diablo para pervertir el alma del hombre, sino de ciudadanos educados que, tras no poca reflexión, han tenido la voluntad de decir basta.
¿Por qué el trastorno? ¿No ven que no se puede luchar contra la evidencia, oponerse al río de la Historia? Solo que no se trata de luchar, ni de oponerse: se trata de intentar ir pasando la madeja de la vida —que ya cuesta bastante— sin ansiedades añadidas; se trata de no pasársela mirando una pantalla, por mucha definición que tenga. Pero eso es ridículo, dirán muchos, nadie les obliga a utilizar la red y las redes más allá de lo razonable, como nadie les obliga a coger el coche para recorrer doscientos metros. El problema surge cuando la herramienta es tan poderosa que en sí misma se convierte en fin, que deja de >, solo a usarse. Aparte de que ese límite hipotético no depende en exclusiva de la voluntad propia; uno puede no querer atender las reacciones que le llegan —mensajes, tuits, guasaps…—, pero el mero hecho de recibirlos ya produce la picazón, el runrún que no se calla hasta que no se ha atendido: y al atenderlo comprueba que ha recibido otro(s), y ya la bola de nieve puesta en marcha.
Así, ¿es el desconectarse una vía factible, aun deseándose? Cuando en una entrevista de trabajo se valora más los seguidores que el candidato tiene en Facebook que el currículo o la impresión causada, parece que solo para los privilegiados.
(El Norte de Castilla, 15/12/2016)