El error al anunciar el Oscar a mejor película tiene el carácter de esos lapsus freudianos que revelan una verdad mayor que lo voluntariamente expresado. En este caso, del inconsciente colectivo de la Academia, y aun de la sociedad en su conjunto.
En cuanto que cine, anteponer Moonlight a La La Land —y a otra docena de títulos— es como anteponer el retrato escolar que un niño pinta de su mamá con un bidé de Antonio López. El niño ha podido meter mucho cariño, pero ha metido poca pintura. Moonlight es una sucesión infatigable de elecciones rutinarias (plano medio, medio-corto o primer plano para subrayar de menos a más la > de lo que dice el personaje) junto a ocasionales efectismos, como el plano-abejorro de la primera escena o el secuencia sobre la nuca del protagonista adolescente. Narrativamente, ¿qué sentido tiene recurrir a las elipsis si lo que en ellas acontece se explicita acto seguido en el diálogo? Y la conversación central en la cafetería entre el abusón y el objeto de deseo del protagonista es un pegote tan forzado como inverosímil, solo para justificar lo que viene después (pegotes hay varios).
Pero es en la intención —que la forma esbozada apuntala— donde más avergüenza. ¿Alguien puede creer que ningún hombre —periodo en la cárcel incluido— haya vuelto a tocar al protagonista en quince años desde que de adolescente le hicieran el trabajillo manual en la playa? Como si la necesidad de afecto estuviera reñida con la expresión sexual. Claro que los gais son más sensibles, y el gay negro se siente especialmente oprimido, pues en su impío mundo no se le permite mostrar debilidad.
De una obra artística se puede desprender una enseñanza moral, por supuesto; lo malo es que la enseñanza condicione la realización de la obra. Moonlight es un síntoma atronador de la tendencia abrumadora de evaluar el arte por sus intenciones aleccionadoras y no por sus valores estéticos —que por cierto son morales también—.