Ya Einstein advirtió que en la Tercera Guerra Mundial no se combatiría con sofisticados armamentos tecnológicos, sino a pedradas y lanzazos. Ni a Donald Trump ni a Kim Jong-un se les pide que comprendan las implicaciones de las casi infinitas ramificaciones de la Teoría de la Relatividad, pero sí al menos el subtexto obvio de la frase del físico. Escribió Kafka que a partir de cierto punto no hay retorno, y que ese es el punto que hay que alcanzar. Kafka no llegó a presenciar el hongo atómico, y es muy probable que de haberlo hecho se hubiese desdicho de la frase, o sea de su segunda parte. Hiroshima y Nagasaki supusieron el punto de no retorno en la historia de la guerra, el Rubicón a partir del cual el propio concepto de guerra como combate con vencedores y vencidos dejaba de tener sentido. Hiroshima y Nagasaki abrieron una fase de latencia obligada, pero no por latente menos activa; la única certeza era que no habían renunciado al desarrollo de la bomba, y que por tanto tampoco nosotros podíamos. El que ninguno de los bandos pudiera hacer efectivo el desarrollo no era óbice para no llevarlo a cabo de la manera más urgente y profunda, y así la escalada nuclear, impulsada por la paranoia, subió y subió y subió y siguió subiendo… y ahí seguía, como un monstruo dormido que no deja de crecer y al que nadie se atrevía a despertar.
Al menos hasta ahora. Trump ha encontrado un consolador sustitutivo de la atómica con la bomba lanzada sobre Afganistán. Veremos hasta cuándo le dura el consuelo. Como uno de los dementes cowboys de Teléfono rojo, volamos hacia Moscú, parece haber hallado un placer sexual en la exhibición, primero, de la bomba (forma fálica), y luego en su lanzamiento (la explosión como orgasmo). Al hilo, Kim Jong-un, que no quiere ser menos, ya ha sacado a pasear toda su solariega potencia, avalado por su vice: >.
En algún lugar, Einstein mira a Kafka. Ninguno dice nada.
(El Norte de Castilla, 20/4/2017)