El Gobierno de la Generalitat se ha propuesto hacer de Cataluña la región más saludable de España —bueno, la más saludable sin más—, y acaba de sacarse de la chistera tributaria un nuevo impuesto sobre las bebidas azucaradas envasadas. Cualquier líquido portable y envasado al vacío que se exceda del cero/cero es susceptible, a poco que se descuide, del hachazo. Que terminará pagando quien se lo lleve a los labios. La Generalitat ya ha anunciado su intención de ampliar el abanico de productos imponibles a toda comida que se pase de grasa, de sal, de picante. Hay que desincentivar el consumo de estos productos como sea, y no hay camino más directo que el que va de la ley al bolsillo (la pela es la pela).
Extrapolando, sería más lógico prohibir la fabricación de coches cuyo motor les permita circular por encima de los 120 km/h, ya que esto sí genera un perjuicio —aun hipotético— en el otro. (Algo impensable: uno se gasta su dinero en lo que quiere, y si quiere en un cohete con ruedas de cien mil euros, mientras no rebase el límite allá él.) Meterse en cambio tres cocacolas del tirón solo hace daño al que las ingiere. Y todo el mundo tiene derecho a suicidarse, bien de golpe con un tiro en la sien, bien morosamente cigarrillo a cigarrillo o refresco a refresco, le guste o no a papá Estado. Cuyo argumento de que el impuesto reducirá, al reducir el consumo del producto, el coste sanitario futuro porque ya no tendría que tratar a ese exconsumidor por colesterol o tensión alta presenta una vinculación tan endeble —no hay una relación necesaria de que el consumo lleve al hospital— como extensible —por ese argumento, se podría poner un impuesto a los patinetes, por las vendas para los niños que se presentan en Urgencias con un tobillo torcido; otro a los fabricantes de cloro, por la irritación cutánea de los nadadores, y así hasta el infinito y más allá—.
Lo único saludable con impuestos tan hipócritas es no tener que pagarlos.
(El Norte de Castilla, 4/5/2017)