Hace veinte años las Spice Girls saturaban las ondas y la paciencia y desde Escocia llegaba el anuncio de la primera clonación de un mamífero a partir de una célula adulta, y con el anuncio la elevación inmediata de la oveja Dolly a una celebridad animal que hasta entonces solo habían alcanzado, quizá, la perra Laika, la mona Chita y Copito de Nieve, y con la elevación el contagio de una paranoia difusa y distópica: ¿acabaríamos todos como réplicas a tamaño natural del Ken de la Barbie —o como la misma Barbie? ¿Y qué Ken —y qué Barbie— serían los modelos elegidos? ¿Qué pensaría Darwin del asunto? ¿Y Hitler? Al final, la clonación no ha dado más que para unas cuantas películas malas y un manto de silencio científico, por lo menos en cuanto a hipótesis catastrofistas se refiere, que al fin y al cabo lo que preferimos consumir las masas ignorantes es especulación y no ciencia.
Ahora le toca a la cabeza. Tener las proporciones áureas del Ken estaría muy requetebién, pero estaría aun mejor tener la memoria de Borges y la capacidad de cálculo de Kaspárov. Ramón y Cajal dijo que el cerebro es maleable, y no le falta razón, pero malearlo exige tiempo y sobre todo esfuerzo, y quién necesita tal gasto pudiéndose implantar un chip.
El tiempo tecnológico late a un ritmo vertiginoso, y antes de que nos demos cuenta habremos pasado del uso sanador, regenerativo de los implantes biónicos en personas con casi sordera o ceguera a la posibilidad de incrementar nuestras capacidades cognitivas a un nivel suprahumano. ¿Borges? Con un clic nos podríamos descargar la Biblioteca de Alejandría entera en lo que fumamos un cigarrillo (también electrónico, por supuesto). Al menos quien pueda pagarse el chip. Pero el nudo ético permanece, porque la ética es eterna. El derecho en cambio es maleable, como el cerebro de Ramón y Cajal, solo que mucho más lento. Por ello hay que detenerse un momento y comenzar sin demora a darle a Hipócrates forma articulada.
(El Norte de Castilla, 18/5/2017)