El ‘Weinsteingate’ ha despertado la memoria colectiva con la potencia de una magdalena proustiana atómica. Como fichas de dominó varios nombres de portada han seguido al otrora capo de Miramax, desde un Kevin Spacey acusado por un supuesto abuso ocurrido hace casi una década hasta un octogenario Dustin Hoffman por unas insinuaciones que datan del 85 y el 91. Pero la Babilonia cinematográfica no es el único lugar donde poder y sexo se alían como una serpiente de dos cabezas: hasta en el exquisito Parlamento británico la serpiente ha plantado algunos huevos, llevando uno de ellos a Michael Fallon a dimitir como ministro de Defensa por poner la mano <<repetidas veces>> en la rodilla de una periodista durante una cena en 2002, y por dejar de hacerlo cuando se le pidió; la propia afectada ha manifestado su sorpresa: <<No creo que dimita por mi rodilla>>. Que muchas de las acusaciones vertidas a otros colegas se hayan probado falsas tampoco ha contenido a Fallon: reconoce que hubo mano en la rodilla y por eso dimite. No entraremos a valorar si este harakiri no pedido resulta excesivo; pero al menos se debe a un hecho con certeza acontecido. Los otros citados es probable que también, pero hasta el momento solo constan las acusaciones, que en la mentalidad americana —y no solo en la americana— sobran como prueba cuando hay sexo de por medio. Los acusados han sido ya no solo relegados al ostracismo social del gremio sino también al laboral —despidos y cancelaciones de contratos—, y así, previo al proceso judicial, se han visto obligados a reconocerse culpables de unos hechos que no recuerdan, con la esperanza de intentar lavar su nombre y minimizar daños futuros.
Antes de ondear la bandera de la ira debería hacerse un ejercicio, si no de estoicismo, al menos de paciencia. ¿Es que hemos perdido —justamente— el juicio, la perspectiva más básica de los derechos humanos, garantes de la dignidad? Lo que primero hay que acusar es el acoso a la razón.
(El Norte de Castilla, 9/11/2017)
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