Parafraseando a Marx y a Engels, Pablo Iglesias ha advertido en reciente mitin de que los independentistas han despertado <<el fantasma del fascismo>>. El nacionalismo es siempre un fascismo en potencia, un fascismo más o menos al borde de coagularse, y si el procés ha catalizado este estado, que lo ha hecho, es porque había ya un colchón más que mullido que daba cobijo al fantasma. Un colchón que era fantasma a su vez.
En Cataluña los nacionalistas llevan desde hace mucho construyendo una realidad fantasmática que se ha ido filtrando sigilosa, como acostumbran los fantasmas, a través del discurso (en los medios de comunicación, en el rifirrafe parlamentario, en los textos legales cuando han tenido oportunidad), para instalarse al cabo en la mente de una gran parte del pueblo y convertirlo a la causa. Realidad fantasmática que difiere de la mentira por la mayor complejidad estructural y por el horizonte de su ambición; y también, aunque pueda resultar inconcebible, porque no pocos de los promotores creen en verdad en ese fantasma inmenso; no solo es que lleguen a creerse su propia mentira: es que medularmente creen que el fantasma es real. Habitan pues un mundo imaginario cuyo funcionamiento tiene solo una lectura inamovible: la que ellos, como creadores de la realidad fantasmática (crean la realidad y creen en ella), ofrecen. El Estado español es el demonio, no solo se niega a reconocer todo aquello que hacemos por él sino que nos arrebata la dignidad, económica y cultural, a la que tenemos derecho: además de darle nos quita a nosotros; y aun más: si no nos liberamos de este yugo cuanto antes, la posibilidad de que nos destruya para siempre es más que probable. Y no es ilógica tal lectura exclusivista: pocos ámbitos más íntimos e inaccesibles que el de los propios sueños, que es la realidad de los fantasmas (benignos, indiferentes o amenazantes). Ocurre que más tarde o más temprano uno despierta, y entonces la caída.
(El Norte de Castilla, 7/12/2017)
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