No sabe uno qué le produce más la columna sin firma publicada por The New York Times, si confianza o desesperación. El hecho de que el autor se reconozca parte de la resistencia interna y silenciosa frente a Trump nos hace creer que la columna no es un texto de ficción paranoide, un thriller político-conspirativo a la manera de Tom Clancy condensado en página y media; pero esa creencia no es, en realidad, prueba de nada; no sería la primera vez que al Times le meten un gol por la escuadra de la credulidad. La prueba del fundamento del testimonio es la reacción del acusado.

El presidente ha calificado la publicación de traición, e incluso pedido, en el borde de la amenaza, al diario que revele el nombre del cobarde autor en base a la seguridad nacional. Para Trump pues la Primera Enmienda sí que es un texto de ficción. Pero Trump, pese al retrato que de él da el artículo —veleidoso como una rueda de la fortuna, soberbio como el (mal) comandente en jefe que es, narcisista como la reina de Blancanieves—, no nos cansaremos de repetir que no es tonto; sabe bien de la desconfianza congénita del americano medio, demócrata o republicano, hacia el gobierno, y la existencia de una contra de infiltrados no hace sino reforzar su posición, la de iconoclasta dentro del aparato administrativo, de político de cargo pero no de corazón al que las blancas escalinatas presidenciales no le hacen olvidar que toda ley es un obstáculo y la indiferencia respecto de América una manifestación de hostilidad. Trump ha llegado al punto inédito en un mandatario de señalar con nombres y apellidos las cabeceras de noticias que los americanos no deberían leer; que se trate de las de los dos diarios más poderosos del país, en lugar de verse como la diatriba de un maniaco megalómano se percibe, no solo por sus afines, como un acto de valentía y sacrificio: al presidente le da igual lo que escupan sobre él, él sigue en su cruzada por devolver la grandeza a América.

(El Norte de Castilla, 13/9/2018)

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