No poco se ha especulado sobre el grado de responsabilidad en la obtención de sus títulos de máster de la ex Cifuentes, de la ex Montón, del todavía Casado. La opinión más extendida es que tales títulos no fueron sino meros recibos de un pago, como el tique que te dan en el supermercado tras haber abonado la barra del día. Habría pues una responsabilidad compartida entre los pagadores y la institución expendedora, si bien los dardos indignados se han dirigido en proporción abrumadora hacia las figuras del ruedo político y no a la institución, acaso por tratarse de dianas más concretas: es mucho más fácil (con)centrar el odio o la rabia o la ironía —también el amor y la empatía— en un ser con el que se comparten rasgos que en una institución, por mucho que esta no sea otra cosa que un grupo de seres afines a uno.
Sin embargo, lo que viene a confirmar en primer lugar todo este nebuloso asunto de méritos ganados o regalados no concierne tanto a los sujetos participantes —al fin y al cabo no se trata sino de un ejemplo más de abuso de poder y corrupción, de los miles que estallan a diario—, sino al objeto en sí. Toda esta movida ha puesto el último clavo en el ataúd de los títulos académicos, si es que faltaba por poner. Walter Lippmann acuñó aquello de que <<las grandes exclusivas de hoy solo sirven para envolver el pescado de mañana>>. Hoy, que el papel de periódico se encuentra en coma y las exclusivas no alcanzan las 24 horas, el pescado tal vez se empiece a envolver con títulos universitarios y de máster. El ataúd del título fue la implantación del Plan de Bolonia, pero la depreciación de su valor venía de antes, y no ha hecho sino abismarse paralelamente al desarrollo de las nuevas tecnologías.
Así, tal vez no deberíamos siquiera molestarnos por la manera en que se les han concedido los títulos de máster a la tríada C/M/C, sino compadecernos por su candidez: todavía creían que esos títulos harían prueba de que sabían hacer algo.
(El Norte de Castilla, 20/9/2018)
@enfaserem