Aun más que la del cine, mucho más que la del libro, la industria de la música tiene el dudoso privilegio de ser la que, dentro del espectro cultural, ha experimentado una mayor transformación desde la eclosión de las, por entonces, nuevas tecnologías, y a saber por qué seguimos llamándolas <<nuevas>> hoy. Como a saber por qué seguimos hablando de industria. Hemos abocado a una suerte de selva infinita, e infinitamente creciente, en la que cada músico —salvo el porcentaje ínfimo que se puede permitir el lujo de prescindir de público, y estos cada vez menos— mendiga por unas migajas no ya de retribución dineraria, sino de atención. Un panorama que tiene más de predicación en el desierto que de promoción meditada. ¿Pero qué otra cosa puede hacer el músico? Sabe que regalar al mundo su trabajo tiene una probabilidad de recompensa casi nula, pero si no lo regala y deja almacenado en el disco duro, hasta el margen del <<casi>> se vería eliminado. Así que, como un náufrago en una isla desierta, lanza al océano digital su último esfuerzo con la esperanza, que si es lo último que se pierde no quiere decir que no se termine perdiendo, ni que tarde en perderse, de recibir una respuesta. Y, siendo justos, esta suele llegar: parca y sin otro valor que el de saber que ahí fuera hay alguien al que, siquiera por unos segundos, tus sonidos le han producido una cosquilla de sorpresa.

Y no se te ocurra denunciar la situación. ¿Cómo osas, musicucho? Nunca habías contado con este grado inédito de libertad, esta inabarcable audiencia a la que puedes acceder directamente, sin engorrosos intermediarios, tú y tu trabajo, desnudos. A lo mejor tu música no es tan buena como crees. A lo mejor deberías hacerte un examen honesto y evaluarte con un poquito, solo un poquito de objetividad. Por si no te has dado cuenta todavía, todo el mundo está encantado, consumidores y sí, también creadores; qué vas a hacer tú, ¿llevarle la contraria a la multitud?

(El Norte de Castilla, 18/10/2018)

@enfaserem