La demanda contra sus padres —por haberlo traído al mundo sin su consentimiento— del gurú antinatalista Raphael Samuel ha sido el más reciente y notorio acto de una corriente cuyos principios no deberían ventilarse sin más como los delirios vociferantes de una secta de trastornados. La acción del gurú ha obtenido lo que pretendía —atraer la atención por la corriente—, pero a costa de ver cómo sus ideas se banalizan o malinterpretan. La demanda puede ser un absurdo jurídico, pero no es un absurdo filosófico.

En efecto: al nacido nadie le ha preguntado si quería nacer, y cuando ha adquirido la experiencia suficiente para poder responder ya es tarde. El antinatalismo se funda en principios malthusianos de economía demográfica y medioambiental, con un componente ético: somos demasiados en un mundo que no da para más, y añadir consumidores de recursos resulta una grave falta moral, por el daño inevitable que se hace a quienes ya habitan el mundo, al mundo en sí, y al nasciturus que le tocará habitarlo. Con un medioambiente agotado, con tal necesidad como ya existe, ¿por qué no adoptar una boca y un corazón hambrientos en lugar de añadir otros más? No se trata de comparar a un niño con un perro, ni una propuesta fundada en el egoísmo.

Pero la acción del gurú va más allá. Engarza directamente con el principio de que la vida es sufrimiento. Lo cual tampoco puede ventilarse pim pam pum, salvo que se quieran ventilar también algunas de las bases de corrientes filosóficas tan nimias como el budismo zen, el estoicismo o el existencialismo. La gran carencia de la obsesión por alcanzar la felicidad que hoy impregna desde los anuncios de champú hasta los de cursos de posgrado es que la considera como un estado estable y que se puede obtener con un par de rápidas recetas. Mejor haríamos aceptando a Sísifo como símbolo, para que cuando surjan los fugaces momentos de solaz disfrutarlos más.

Claro que luego está Pablo Casado y su plan de pensiones.

(El Norte de Castilla, 14/2/2017)

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