Por lo general el suicida no renuncia a la vida porque la odie: renuncia por desencanto. Ha explorado la vida a fondo, invertido en ella una carga notable de ilusión, sin por ello cegarse voluntariamente a los sinsabores (el suicida no es un ingenuo). Así, el balance hipotético le resulta, si no desproporcionado hacia el platillo del haber, sí favorable a este. Pero luego la realidad se impone como la incansable roca de Sísifo, y él es incapaz, al contrario que el condenado por los dioses, de hacer de la roca <<su cosa>>, de seguir y seguir y seguir siguiendo. De forma similar, no es infrecuente que quien renuncia a votar entienda la política como la aplicación social de principios éticos. Como es lógico, partiendo de esta concepción difícilmente va a tolerar el continuo atentado que día a día le infligen los políticos de carné. Quienes, con un truco no por empleado menos eficaz, consiguen campaña sí y campaña también darle la vuelta a la responsabilidad y hacer recaer la culpa del estado de la realidad en el elector no votante.

Y esta atribución de culpa no distingue de siglas de marca. Si hubo algo en que los cuatro jinetes televisivos se pusieron de acuerdo antes del inicio de las hostilidades verbales fue en que el ciudadano debía verlos, para después acudir a votar mejor pertrechado. No tanto por el verlos, sino por el votar después. Cualquiera de los jinetes prefiere mil veces que se vote a una marca contraria a que no se vote. El objetivo primero es alcanzar el pódium del poder, pero si no se logra, al menos quedarse en posición de alcanzarlo en próximo intento, y mientras seguir aspirando sus aromas, que a quienes están en la pomada también llegan. Lo que en modo alguno se puede tolerar es que la rueda se detenga, que haya una abstención tal que obligue a replantearse el invento, y si para ello hay que culpar a quien no vota, pues se culpa: el no votante no tiene rostro, y por tanto no existe. Es la piñata perfecta.

(El Norte de Castilla, 25/4/2019)

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