Cuando lo excepcional deviene cotidiano, corre el peligro de sentirse rutinario. Ha ocurrido con Messi, cuyos goles sábado sí y sábado también en los momentos más agónicos terminaron por tomarse como el previsible tercer acto (el héroe vence al villano tras estar a punto de morir) de un blockbuster cualquiera. También en esto Nadal es excepcional; su última gesta no ha dejado de generar entusiasmo: con otro se habría recibido con una familiaridad cercana a la indeferencia. ¿Se explica esto por su carácter?
En parte, pero no solo por la parte por lo común más aludida. Desde luego, el tesón, el amor propio, la competitividad, todo eso está ahí, pero ahí también las manías —desde barrer con la zapatilla la raya de saque después de cada punto hasta alinear las bebidas de colores en el sitio y orden que prefiere cada vez que se sienta—, que puede parecer le restan energía, pero que le son tan imprescindibles como una tensión adecuada del cordaje. La gran fuerza de Nadal no está en el brazo izquierdo sino sobre los hombros, y lo que lo distingue en primer lugar del resto no es la capacidad para identificar sus puntos débiles (o menos fuertes), sino el asumirlos. Asumirlos es el primer paso para limarlos; para, incluso, amoldarse a ellos. Nadal, Heráclito de la raqueta (y de la vida), sabe que todo fluye y nada permanece, y trata por ello de amoldarse a las circunstancias, siempre cambiantes, para exprimirlas al máximo. Otros jugadores dicen identificar sus puntos débiles y <<trabajar>> en ellos —y no mienten—, pero pasan los años y seguimos viendo que cuando les llega la bola cortada al revés, prefieren dar dos pasos más para colocarse de derecha que golpearla directamente de revés, sin perder así la posición.
Si Nadal ha hecho cierto el otro famoso dictamen del pensador de Éfeso —el carácter es el destino— se debe, quizá ante todo, a este autoexamen perpetuo y honesto. Así ha vuelto a alzar otra copa en París, y van doce. De momento.
(El Norte de Castilla, 13/6/2019)
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