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Eduardo Roldán

ENFASEREM

Al cubo

Sostener, como hemos podido oír no hace mucho, que en jazz <<está todo dicho>> desde la década de los noventa es o una impostura o una ignorancia. Cierto: por momentos podemos sentir todas las fórmulas agotadas y la cosquilla de la sorpresa inerte, pero de ahí al apocalipsis del acabamiento media un mundo. Quizá la receta para superar tales accesos sea regresar a esos pocos refugios que por muchas veces que los hayamos transitado jamás nos han fallado, y así, como consecuencia, reconocer que por muy deprimente nos resulte la realidad, siempre, siempre, si se busca se terminará encontrando algo que nos vuelva a despertar la cosquilla.

Que con frecuencia pertenece al mismo ámbito de esos refugios conocidos e infalibles. En jazz el trío piano/contrabajo/batería data casi de los orígenes; por entonces funcionaba como un combo de uno más dos; un piano solista dominante arropado por dos lugartenientes resignados a la función mecánica, casi robótica, de marcarle el pulso: poco más que un metrónomo que proporcionase también la fundamental del acorde. Si bien hay semillas donde percibir a la rítmica algo más suelta e independiente —por encima de todos, el trío de Bud Powell con Curly Russell y Max Roach—, estas grabaciones, auténticos refugios inmarchitables, no habían desarrollado aún el concepto de equilibrio que traería la irrupción seminal, a finales de los 50, de Ahmad Jamal y sobre todo de Bill Evans. Lo que hasta entonces había sido un triángulo isósceles sustentado casi en exclusiva por la base pianística, ahora había devenido en equilátero (1 + 1 + 1), y con el cambio, el descubrimiento de un territorio fertilísimo para la exploración armónica y rítmica y para la afirmación de los matices. Nada volvería a ser igual, e incluso quienes solo incursionaron en el formato de manera intermitente —valga por cénit Chick Corea y Now He Sings, Now He Sobs — no pudieron escapar de la sombra, que fue pura luz, del enfoque Jamal/Evans.

Quien muere en 1980, justo cuando se hallaba en plena ebullición indagadora de su recién —apenas dos años— estrenado trío; el testigo es tomado por Keith Jarrett y su Standards Trio, que de estándar no tenía nada, aunque con ellos el formato pareció dar de sí todo de lo que era capaz: música maravillosa pero como en círculos o espirales. Tendría que transcurrir otra década —justo: hasta los primeros noventa— para que la voz más poderosa que ha conocido el jazz desde la muerte de Evans —no solo entre pianistas— revitalizase el triángulo a unas cotas de interacción orgánica y riesgo improvisatorio desconocidos. Brad Mehldau, Larry Grenadier y Jorge Rossy parecían ser los descubridores de la fórmula, de tan frescos sonaban. Una música de un romanticismo doloroso, de una energía sin aliento, de arquitectura tan compleja como sugestiva y adictiva al oído, que ni en los tempos más esotéricos (7/4, 5/4) perdía el swing… Y bajo cuya influencia hizo estallar una gavilla de aventureros —Robert Glasper, The Bad Plus, E.S.T. (volveremos sobre ellos), Gerald Clayton, Vijay Iyer, Tord Gustavsen, Abe Rábade…— que, cada cual con su muy particular visión, insuflaron, e insuflan, nueva savia al formato trío, y por contagio a un género y a un arte al que todavía le quedan muchos latidos.

(La sombra del ciprés, 8/11/2019)

@enfaserem

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Columnas, reseñas, apuntes a vuelamáquina... El autor cree en el derecho al silencio y al sueño profundo.


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