Al muerto la posteridad le importa un pimiento podrido. La joda es que mientras que vivo no se da cuenta de que no le va a importar, de la ridiculez del hecho de quedar o no quedar. El padre, dos siglos después de su nacimiento, ha quedado por el hijo, por la hija también; ha quedado pues por dos accidentes. A quienes sin duda supo dar forma, sacarles el mayor partido (y qué utilitarista suena esta terminología referida al fruto de las propias entrañas, pero así fue). La cuestión radica por tanto en el carácter de ese impulso motor. ¿Estaba el padre en la creencia de que tal educación era el camino óptimo para que los hijos se realizaran, es decir para que alcanzasen un grado estable de felicidad, o bien se vio con una materia a la que poder moldear sin traba alguna, volcar todo su ser y verse así realizado él mediatamente?

Es claro que al comienzo hay que dirigir la naturaleza dispersamente curiosa del niño si se quiere que florezca en un campo concreto; pero no hasta el punto de la quiebra. El padre no ha de realizarse a través del hijo, sublimar sus frustraciones en el hijo más dotado. Y no cree uno que Mozart padre lo hiciera; su obsesión mayor fue la de que sus hijos consiguieran la seguridad económica que sus talentos merecían: en este mundo, nada de posteridades vaporosas. Y él sacrificó su carrera por ellos; que se confundiese en las formas es posible, pero qué difícil no cruzar el umbral a toda prisa cuando el destino te abre la puerta de una cámara llena de tesoros.

Y además se da un matiz añadido. ¿Cómo le habríamos juzgado hoy de no haber cultivado el talento del hijo? Sin el padre, el hijo casi seguro se habría terminando abriendo paso, pero a una velocidad mucho menos napoleónica, y acaso se hubiera extraviado en el camino. Si aún hoy se tiene al padre por un explotador impío, es solo por la tendencia actual al juicio blanquinegro, a la fácil comodidad de separar el mundo en héroes y villanos.

(El Norte de Castilla, 14/11/2019)

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