Algún rito hay que tener, sea el de votar el martes siguiente al primer lunes de noviembre, sea el de dejar la tarjeta en números rojos (y la cuenta del vendedor en muy negros) el día siguiente a Acción de Gracias. ‘Black Friday’, yes. Y no decimos ‘Viernes negro’ porque nadie lo dice, y el comerciante español menos que nadie. El anglicismo viene a condensar la creciente, imparable, ridícula y nociva corriente que como una peste negra —justamente— afecta al comercio patrio desde hace un puñado de años, y que amenaza con colonizarlo por completo en otros tantos. Esta misma semana he pasado por delante del escaparate de una tienda que vendía <<ropa española>> (polos con el toro de Osborne, pulseritas rojigualdas…) cuyos anuncios estaban todos en inglés; en un celebérrimo centro comercial, no solo los anuncios, sino el hilo sonoro recitaba en el idioma de Shakespeare —y de Trump— la gavilla de oportunidades. ¿Qué sentido tiene? ¿Estético, porque en inglés <<suena mejor>>, como dicen de las canciones rock? ¿Porque da un barniz cosmopolita? Más que cosmopolitismo denota catetismo, pero en el fondo poco importa esto; sea cual sea el motivo, se supone se adopta para vender más. ¿Es entonces razonable sacudirse de entrada un importante sector que desconoce lo que se le está ofreciendo? Denunciamos que en Cataluña multasen al comerciante que quería rotular su negocio en castellano, pero aquello tenía alguna lógica (pervertida e ilegal, pero lógica al cabo).
Aunque tal vez dé igual. El dinero no es verde, no tiene color, y el idioma del dinero tampoco es el inglés o el español, sino el idioma universal del deseo —real o ilusorio—, de la manera más efectiva de fomentarlo y explotarlo. Como el niño que no puede esperar a terminarse el bocadillo para comerse la chuche, el comprador si quiere algo lo quiere ya, y si para obtenerlo tiene que reducir su expresión a un índice apuntador, sea. Y además, ¿no tiene todo el mundo traductor en el móvil?
(El Norte de Castilla, 28/11/2019)
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