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Eduardo Roldán

ENFASEREM

Realidad porosa

Es bien conocida la anécdota —acaso apócrifa, pero igualmente reveladora— del abandono masivo y súbito de la sala donde los Lumière proyectaron por primera vez La llegada de un tren a la estación de La Ciotat: el público creyó que esa locomotora que se acercaba más y más terminaría por salirse de la pantalla y llevarse por delante a todo aquel que se cruzase en su camino. En el caso de La llegada… ese suceso aconteció como se muestra, pero igualmente pudo haberse orquestado, dispuesto para su filmación. El interés para el espectador no radica pues tanto en la mayor o menor fidelidad a los hechos narrados como en la fuerza y verosimilitud que esa narración presenta; esta puede adentrarse en territorio fantástico —colonización de un planeta lejano, luchas intestinas entre clanes de vampiros— y resultar mucho más verosímil que otra que muestre los encuentros de un vagabundo en una noche cualquiera, aunque los encuentros se produjeran tal como se ven. Y no solo verosímil en un plano artístico: la ficción es capaz de revelar aspectos de la realidad humana con mayor hondura que el registro de eso que llamamos realidad. Vargas Llosa denomina el fenómeno <<la verdad de las mentiras>>.

Ocurre sin embargo que durante décadas se han aplicado abrumadoramente una serie de códigos formales a un tipo u otro de narraciones, lo que hace que el público asocie de manera automática lo que ve en pantalla al ámbito de la ficción o del documental. Tras la Segunda Guerra Mundial, las fronteras comenzaron a difuminarse, y a aplicarse algunas técnicas propias del documental a la narración de ficciones, si bien a nadie le quedaba duda de que aquello era una ficción, al menos hasta que se abordaron ficciones basadas en hechos históricos. ¿Qué parte de esa realidad cinematográfica era ficción y qué parte realidad-realidad, dónde la frontera? Esta asunción del hecho histórico como base de una narración con técnicas documentales (ficciones basadas en hechos históricos las hubo siempre) ha tenido la nefasta consecuencia, hoy un cáncer sin quizá vuelta atrás, de que se preste solo atención al grado de fidelidad con la historia y apenas nada a cómo se presenta la narración. Y el creciente empeño deconstruccionista desde hace sobre todo tres décadas por abolir los códigos establecidos no ha tenido mejor fortuna; ha terminado por convertir en rutina el riesgo, dando lugar a una serie de etiquetas, más que géneros o subgéneros (docudrama, docuficción, falso documental…), que han drenado el que debería ser primer objetivo de este tipo de films: despertar en el espectador la duda, hacer que se interrogue sobre lo que está viendo y lo cuestione, avivar, en fin, una visión activa (aunque ningún film debería engullirse pasivamente, y ello no es solo achacable al tipo).

Quizá ningún otro cineasta como Peter Watkins haya tratado de promover esta relación bidireccional, este darle al espectador un papel más participativo. Watkins, a quien en una primera aproximación cabría colgar alguna de las etiquetas mencionadas, es sin embargo un singular que escapa a cualquier etiqueta; no se atiene al hecho histórico estricto —lo suele emplear como trampolín para formular una hipótesis verosímil (de nuevo la verosimilitud), o directamente prescinde de él—, y las técnicas documentales las llega a estirar, en especial en sus últimos empeños (en este sentido La Commune es ejemplar), hasta el punto de no poder calificarse de documental la narración que estamos viendo. Y no se puede porque no lo es.

¿Por qué entonces el Oscar a Mejor Película Documental para The War Game en 1967? ¿Por qué la censura de la BBC —que incendió un debate parlamentario sin precedentes, donde la cadena negó en falso haber recibido presión del Gobierno—, que enterró el film para su difusión pública durante 20 años? Porque esa verdad vargallosiana abruma, la ficción se siente más real que la propia realidad, y el espectador se ve anegado y fascinado y aterrado, los ojos de golpe abiertos a una existencia que no sospechaba ni tan terrible, ni tan probable ni tan inminente.

The War Game plantea una hipótesis distópica: qué podría haber ocurrido si… si la URSS lanzase un ataque nuclear a Gran Bretaña. Hipótesis fantástica pero no imposible (recordemos que nos encontramos en el periodo álgido de la paranoia nuclear), y basada, toda ella, en datos contrastados y declaraciones reales, lo que le da un poso de objetividad, de cientificismo, cuando el film es puro subjetivismo, pura ficción. Watkins alterna fundamentalmente cuatro clases de imágenes: imágenes cámara en mano, tipo reportero de noticias, que incluyen seguimiento de la acción <<en presente>> y entrevistas a los <<ciudadanos>>, sean anónimos o con algún papel en el ataque (enfermeras, miembros de las fuerzas de seguridad); primeros planos granulosos de los rostros demacrados y los cuerpos mutilados tras la bomba; de archivo; y las de entrevistas, impolutamente encuadradas e iluminadas, de los bustos del poder económico, político y físico-nuclear. Estos, como los ciudadanos, son también intérpretes (no profesionales, con frecuencia miembros del equipo de rodaje), pero a diferencia de aquellos no emiten su opinión personal, no guionizada, sino que se limitan a exponer datos desnudos, planos, procedentes de informes nucleares de la época o de frases efectivamente dichas, así la del obispo que justifica la guerra. El contraste entre el tono apacible, casi amable de estos fragmentos con el febril y angustiado de las tomas del reportero, con el desesperanzado de los rostros y los cuerpos produce un desasosiego que una presentación según las convenciones del film de ficción o del documental clásico jamás habría logrado.

Watkins también emplea puntualmente al uso de recursos más propios de la ficción, como la ralentización de las imágenes o la congelación de un fotograma que muta en su negativo (para ilustrar el momento exacto de la explosión, técnica tan simple como ingeniosa y efectiva).

El gran logro de este film excelso es demostrar lo porosa que es la realidad, y no solo la social sino la cinematográfica. Una de esas obras inagotables, poliédricas, en la que nuevos estratos emergen cada vez que en ella nos internamos, donde orgánicos, inseparables, se dan cita la crítica social con la imaginación y el talento artísticos, la investigación histórica con la reflexión filosófica… La marginalidad, por no decir el ostracismo, en el que se ve hoy su principal responsable es claro síntoma de la victoria de la rutina conformista en que se halla la industria audiovisual.

(La sombra del ciprés, 27/3/2020)

@enfaserem

 

Ficha del film

Tít.: The War Game

Año: 1966

Dir: Peter Watkins

Ints: —

Reino Unido, drama, blanco y negro, 44 mins.

 

 

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Sobre el autor

Columnas, reseñas, apuntes a vuelamáquina... El autor cree en el derecho al silencio y al sueño profundo.


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