Relatamos la historia como una sucesión de fiebres —naturales, políticas, científicas…— que de cuando en cuando le acometen al mundo. Cualquiera pensaría que pasados los años o los siglos y vuelta la temperatura a un nivel normal, los hechos de la fiebre serían, si no abrazados en la esfera íntima, sí acatados en la social. Nones, o sea el negacionismo. ¿El Holocausto? Una representación colosal orquestada por el contubernio judío para hacerse con el control. ¿Darwin? El mono era él. ¿Calentamiento global? No va a hacer frío en agosto. Y etecé.
En este tiempo instantáneo en que vivimos, poshistórico o pos/poshistórico, no hace falta el margen de los años: el negacionismo se da en el siguiente paso a la noticia o al dato conocido. La fiebre-hito del coronavirus ha desplegado un abanico de respuestas del poder muy reprobables, entre las que el suministro númerico de víctimas (Putin, pero no solo Putin) es quizá la más notoria; pero esto es una suerte de negacionismo por omisión, no el ejercicio afirmativo de la negación, valga la contradicción aparente, cuyo más tenaz y estentóreo practicante es Donald Trump.
El fenómeno va más allá de la infatuación y sentimiento de infalibilidad que el cargo produce. A Trump le basta con calificar las cifras o datos, proporcionados incluso por la CIA, como fake news. Pero en definitiva, ¿qué es la realidad? Para hinduistas y asimilados, todo es ilusión; para el resto, todo vale. Viene a ser lo mismo. Total, en alguna mentira hay que creer. Solo que algunas mentiras son menos mentira que otras.
(El Norte de Castilla, 27/5/2020)
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