A principios de mes Vladimir Putin, el autócrata con mayor bulo en el primer mundo, anunció, con la fanfarria publicitaria falsamente contenida que le es propia, la síntesis de la primera vacuna contra la covid. Que luego se revelasen en el antídoto efectos secundarios más propios de una película de Soderbergh no parece haberle inducido a la cautela: una segunda vacuna ha sido ya inoculada en las oportunas cobayas, y Rusia espera registrarla para octubre y comercializarla para el mes siguiente.
El número de infectados en el país más vasto del mundo se aproxima al millón. ¿Es esta razón bastante para el ímpetu putiniano? El millón ruso es solo una metonimia de los veinticinco millones mundiales, igual que Putin del resto de ansiosos dirigentes. Pero el mundo no necesita mesías de urgencia. La historia nos recuerda que los empeños acelerados suelen terminar en catástrofe, y la ciencia no hace, día a día, sino corroborar la enseñanza de la historia. Al menos la ciencia no dirigida: ser el primer laboratorio (adscrito a una bandera) en sacar la vacuna reportaría no menos orgullo patrio que réditos económicos, y el dirigente que en ese momento en la silla del poder se apuntará un tanto colosal. Las motivaciones en política rara vez, si alguna, son cristalinas.
¿Que no hay motivos subyacentes, solo buena voluntad por la salud mundial? Si así, convendría prestar más atención a los expertos, y resignarse a su veredicto de que hasta finales de 2021 no parece probable que la vacuna esté accesible. Pero qué político va a suscribir una afirmación tan <<derrotista>>.
(El Norte de Castilla, 2/9/2020)
@enfaserem