<<El suicidio más largo de la historia>> concluyó como caen las hojas de otoño en el estándar de Joseph Kosma que tantas veces versionó: sin sorpresa y sin estruendo. Tampoco lo hubo conocido el hecho. Hubo, sí, incomprensión soterrada, incluso un rescoldo de rabia hacia el propio muerto, por cómo la manera en que decidió vivir adelantó sin duda la aparición de la muerte. El jazz no es desde luego un ámbito ajeno a la adicción: tampoco a la belleza. Si el caso de Evans sigue, cuarenta años después, produciendo perplejidad, no se debe tanto a la incapacidad del aficionado por conciliar en la misma figura esos dos conceptos, sino a que la figura los llevó al extremo, y además escapaba del molde en que se supone ha de encajar el adicto; puede entenderse en un negro criado en el Bronx que toca el saxofón de oído, no en un pianista blanco de formación clásica y clase media que estudia por gusto a Jung, filosofía platónica y religiones orientales, y que además lleva gafas.
Pero Evans siempre respiró en tres por cuatro, o sea a su aire: no por ir a la contra, sino porque sentía que ese era su camino; y a su camino se dedicó, sin dejar de explorarlo, mimarlo y pulirlo como el jardinero con su jardín de atrás. Quiere decirse que su inmensa influencia se dio —y no ha dejado de darse— de algún modo a pesar suyo (va más allá de las 88 teclas, y hasta más allá del jazz).
¿Habría hoy, en nuestro mundo enfermo de urgencia, hueco para su enfoque paciente y minucioso? La pregunta es quizá huera; lo seguro es que él, artista verdadero, no se resignaría a fingir su voz.
(El Norte de Castilla, 16/9/2020)
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