Tras los cielos y la tierra, cuenta el Génesis, Dios hizo la luz, y vio que era buena; y separó la luz de las tinieblas, y llamó a la luz día, y a las tinieblas, noche. Luego, tras tierras y mares y plantas y animales, para rematar la faena hizo al hombre y le dio señorío sobre el resto de la creación.
Se incline uno por el relato bíblico o por el Big Bang, lo indudable es que la luz es buena. Basta repasar las expresiones más comunes del lenguaje para constatar que se le atribuyen rasgos benéficos, positivos (<<Ver la luz al final del túnel>>, <<No tiene muchas luces>>, etc.). También en los ritos y celebraciones juega la luz un papel central, desde los fuegos artificiales de Año Nuevo hasta las velas de la menorah o el apagado/encendido tras una representación teatral que se aplaude.
Esta peso simbólico da idea del peso real que tiene la luz; no solo es <<buena>>: es imprescindible para la vida. Por ello debería generar mucho más eco —y acciones— el reciente y exhaustivo informe que concluye en la necesidad inmediata (aunque en asuntos ecológicos toda necesidad es inmediata) de reducir la emisión nocturna de luz artificial a las demandas estrictas, debido a las alteraciones biológicas que el consumo actual —piscinas comunitarias, anuncios y logos comerciales, edificios de oficinas…— está produciendo en animales y plantas. El cuco da las horas cuando quiere, las tortugas tiran hacia los neones parpadeantes en lugar de hacia el mar, los árboles no se sacuden las hojas con la serena regularidad de sus ancestros…
Y en el centro de todo ello está el hombre. Se podría llegar a pensar que no forma parte o no le afecta.
(El Norte de Castilla, 9/12/2020)
@enfaserem