¿Qué tiene el deporte de selecciones —sobre todo el de equipo— para despertar el gen chovinista? Cuando el Madrid o el Barça juegan contra el Chelsea, el forofo del Barça o el Madrid anima al Chelsea no porque quiera que el Chelsea gane, sino porque quiere que pierda el Madrid (o el Barça). Sin embargo, ante un España-Suiza o un España-Finlandia todos somos al alimón más españoles que nunca, quizá las únicas ocasiones en que somos españoles al alimón. Y lo somos no sin cierta inquina, que ni siquiera percibimos. No hace falta sentir un agravio histórico, del tipo que Argentina por Las Malvinas, para que, como los argentinos cada vez que se enfrentan a Inglaterra, nos empitonemos frente a Finlandia o Suiza. (En realidad, tampoco lo de Argentina es una razón, sino una excusa para justificarse la inquina ante sí mismos, que no quede como algo gratuito, visceral).
La Olimpiada se vende pues como un paréntesis de concordia y hermandad donde los pueblos dejan, siquiera por quince días, sus tiras y aflojas geopolíticos en favor de otros tiras y aflojas mucho más saludables, de reglas compartidas y bajo la cúpula de la igualdad: nadie es más que nadie en la piscina o el estadio, y una vuelta son cuatrocientos metros para el todopoderoso estadounidense como para el casi invisible neozelandés. Se trata por supuesto de una ficción, y ni Palestina/Hamás ni Israel dejan de intercambiar cohetes durante estos quince días ni la Bolsa de enriquecer a los que ya son ricos. Pero como toda ficción bien construida, resulta saludable, catártica, y la inquina que produce inocua. No es mucho —quince días cada cuatro años—, pero menos da una piedra de la intifada.
(El Norte de Castilla, 4/8/2021)
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