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Eduardo Roldán

ENFASEREM

Despertar platónico

Para Truman Burbank (Jim Carrey) cada día es (casi) igual que el anterior: mismo saludo a los vecinos de enfrente a la hora de salir para el trabajo, mismo ataque amable del perro del de al lado antes de entrar en el coche. Y sin embargo Truman no parece echar en falta nada, asume esa realidad no con resignación —mucho menos frustración—, sino con la inocencia agradecida de la mascota a la que ponen delante un plato de comida o sacan a pasear. ¿Porque es un simple? En absoluto: su inteligencia es aguda, su mirada curiosa. Ocurre que Truman, desde el día en que nació, no ha conocido otra realidad que esa realidad anestesiada, sin apenas aristas, realidad que no es otra cosa que un inmenso plató de televisión en el que todo, desde las reacciones de las personas hasta el color de la última papelera de la calle, está orquestado, diseñado para un programa que sigue sus pasos veinticuatro horas al día, todos los días del año. El demiurgo de este mundo se llama —no accidentalmente— Christof (Ed Harris), quien parece tener en su cabeza los 5.000 puntos de vista que otras tantas cámaras le ofrecen a través de los monitores de su sala de producción, y que es capaz de hacer desaparecer el sol o provocar un atasco de tráfico inmediato a voluntad, con solo susurrar la orden.

Pero al fin y al cabo se trata de una realidad creada por un hombre, y son hombres —por muy entrenados que estén los actores— los que le dan aliento; por tanto tarde o temprano ocurrirá un error o accidente y una fisura se abrirá, y con la fisura el interrogante y el asomo de revelación; así, un foco del plató cae del <<cielo>> justo delante de Truman, y sobre todo la súbita, fugaz y rebelde irrupción del actor que interpretó a su padre, en teoría muerto en un accidente marino (que creó en Truman fobia al agua, y con ella se le logró abolir todo deseo de salir de la ciudad). Estos accidentes son de inmediato justificados (un boletín de radio informa de la caída del escombro de un avión que pasaba por ahí, la aleccionada actriz que interpreta a la mujer de Truman le dice que ella ve al padre muchas veces, es lógico que de igual modo él, pues lo echa de menos). No obstante la fisura ya está hecha, y no puede sino, de a poco pero invenciblemente, ensancharse más y más, gracias también al activismo en el mundo de este lado de una exactriz del show que en realidad se enamoró de Truman cuando adolescente (y él de ella), quien considera el trato que recibe el ajeno protagonista como una violación monstruosa de la libertad y la dignidad del ser humano.

La referencia inmediata de esta observación infatigable y minuciosa es el Gran Hermano de Orwell (con la diferencia de que Truman no es consciente de estar siendo observado), y desde luego puede establecerse un paralelismo con la violación perpetua de la privacidad que padecemos hoy (con la diferencia de que en muchas ocasiones nosotros nos prestamos voluntariamente a la violación). Pero otra lectura quizá más reposada del film sugiera una versión del mito de la caverna, o de su primera parte. En efecto: Truman, cual prisionero encadenado platónico, cree que esas sombras entre las que se mueve y con las que trata son la realidad, cuando solo apariencias sensibles; al llegar el despertar todas sus creencias se tambalean, todas sus categorías, hasta las más esenciales, se trastocan, y se abre ante él el desconocido océano de la libertad, que lo obliga a tomar, por primera vez en su vida, una decisión por completo autónoma. <<Estamos condenados a ser libres>>, escribió Sartre, y esta es la condena que asume Truman si abandona Seahaven (literalmente, <<refugio del mar>>), la ciudad de felicidad impostada que es la única que conoce.

Y no es el de Truman el único despertar; con el suyo, el de los telespectadores de todo el mundo —algunos dejan la televisión encendida también por la noche, otros no la dejan de ver ni en la bañera—, que cual condenados a mirar las sombras en la caverna (la pantalla del televisor), se desencadenan también, y también tendrán, desde ese momento, que comenzar a elegir, otro programa o ningún programa, comenzar quizá a vivir una vida plena, no a vivir su vida a través de la vida de Truman.

El show…, con guion de Andrew Niccol, es así una fábula filosófica que no orilla la crítica social, en especial al mercantilismo más salvaje: para no interrumpir la emisión con publicidad, esta es insertada en los parlamentos de los actores, y todo lo que aparece en pantalla, desde una mesilla de salón hasta una farola de esquina, está en venta. Peter Weir pone el material en escena de manera sutilísima y un mimo —que no subrayado— exquisito por el detalle, para alumbrar una de esas obras impagables capaces de aportar algo nuevo en cada revisión.

(La sombra del ciprés, 20/5/2022)

@enfaserem

 

Ficha del film

Tít: El show de Truman

Dir: Peter Weir

Año: 1998

Int.: Jim Carrey, Ed Harris, Laura Linney

Estados Unidos; color; comedia, drama

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Sobre el autor

Columnas, reseñas, apuntes a vuelamáquina... El autor cree en el derecho al silencio y al sueño profundo.


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