El arranque de Incendies trae a la memoria el de La chaqueta metálica: una maquinilla que rapa cabezas resignadas contra un fondo de música pop-rock, con la diferencia de que ahora no se trata de adolescentes tardíos sino de niños; el corte de pelo forzado supone la pérdida de la identidad anterior, la entrada abrupta en una nueva realidad de la que —intuimos— no van a salir —mucho menos siendo niños— indemnes.
Y así queda, en apenas un puñado de planos y escaso par de minutos, delineado el tema fundamental del film: la búsqueda de la identidad perdida, o, con mayor precisión, de la verdadera identidad, pues la que los protagonistas daban por sentado era la suya no es tal. Así lo descubren los dos mellizos, Jeanne y Simon Marwan (respectivamente Mélissa Désormeaux-Poulin y Maxim Gaudette), al abrir el testamento de su madre Nawal (una abracadabrante Lubna Azabal) y enterarse de que tienen que entregar dos cartas: una al padre que creían muerto y otra a un hermano que no sabía que tenían; en caso de no hacerlo, su madre afirma en el testamento que no se la entierre con la lápida debida ni en un ataúd; en otras palabras, la madre niega a sus hijos —y se niega a ella— el descanso apropiado, el espacio acotado para el recuerdo. La petición es inicialmente recibida con, primero, sorpresa, y acto seguido con desdén e iracundia por Simon: otra de las ocurrencias de la loca de su madre, en la que él no tiene intención ninguna de formar parte. Así pues es Jeanne quien se embarca en el viaje desde Canadá, donde residen, hasta un país innominado de Oriente Próximo que tiene varias trazas de ser Líbano.
A partir de aquí, la trama se desmadeja en una serie de saltos temporales del pasado al presente y del presente al pasado que van descubriendo, como una cebolla a la que se le quitase capa a capa hasta llegar al corazón, o como un tocón en el que uno se fuese internando anillo a anillo hasta llegar al centro, la peripecia vital de Nawal y la búsqueda de Jeanne (a la que llegado un punto se une también Simon). Es un viaje que llevará al espectador a una guerra de religión entre cristianos nacionalistas y musulmanes, a un entorno de pobreza sin horizontes, de atavismos sociales, en donde Nawal es, pese a las acciones que ejerce, presa del destino, de la historia, lo que otorga al relato una dimensión de tragedia clásica, griega, que la revelación del final no hará sino acrecentar. Este enfoque formal dislocado que adopta Denis Villeneuve, junto al tema de la herencia y de la identidad tanto familiar como de un pueblo, recuerda al del también canadiense Atom Egoyan, en especial en Ararat, y la manera en que maneja las transiciones cuando los personajes se desplazan de un lugar a otro —en vez de simplemente cortar desde el lugar de partida al de llegada—, a Michelangelo Antonioni (a lo que los críticos de la época se referían como <<tiempos muertos>>, pero que están muy vivos).
La violencia es un factor esencial en el film, acaso el factor central. La violencia permea casi todas las escenas; es una violencia que adopta múltiples formas, desde la física e inmediata de un grito agónico o un disparo a bocajarro a la psicológica y más difuminada —pero igualmente potentísima— de un consejo/advertencia/amenaza que da una abuela a su nieta. El tratamiento es de una sensibilidad superlativa: jamás Villeneuve se regodea en ella, lo que le otorga una fuerza mucho mayor; se “limita” a mostrarla, pero desde un punto de vista y durante un tiempo exactos, que hace que uno la perciba en todo su horror, con toda su fuerza. (Ejemplar es en este sentido la escena del autobús, desde la detención del comienzo hasta su involvidable resolución en plano general). Un tratamiento que dista infinitamente de la pornografía a que estamos acostumbrados, a esa falsa estilización de cañones de pistola en primerísimo plano, sesos reventados contra la cámara, atronadoras volteretas de coches en un accidente explosivo… y que en no pocas veces es estéticamente vacía y moralmente reprobable —o por lo menos discutible—.
Otros dos elementos que ayudan sobremanera a crear el clima de tragedia austera y de encantamiento —pese a la búsqueda, no cabe hablar de un film de suspense— son el extraordinario elenco principal —Lubna Azabal, sí, pero no solo—, que enriquece la acertadísima presencia de los secundarios no profesionales, y el uso que hace de la música, en especial de las dos canciones de Radiohead que sirven, en contraposición con las imágenes, para incrementar la sensación de extrañamiento de los personajes en un entorno que les es ajeno, para indicarnos cómo Occidente se adentra en Oriente y el choque cultural que los personajes experimentan.
Incendies es, en suma, uno de esos títulos memorables que admiten y hasta se benefician de un segundo o incluso un tercer visionado; clase de película que, por desgracia, cada vez resulta más difícil de encontrar.
(La sombra del ciprés, 15/6/2024)
@enfaserem
Ficha del film
Tít.: Incendies
Dir.: Denis Villeneuve
Ints.: Lubna Azabal, Mélissa Désormeaux-Poulin, Maxim Gaudette
Canadá, 2010
Drama, color, 130 mins.