El símbolo explícito rara vez funciona en cine. La imagen ya es símbolo por sí misma, y el forzar el símbolo es forzar la cualidad interpretable inherente a toda película, lo que, en este caso, resiente la narración. Al concluir al espectador no puede evitar sentirse marioneta, estafado: las expectativas creadas no solo no se resuelven sino que se trastocan de un brochazo, para mayor estafa el brochazo final. El resto de apreciables elementos —la fotografía de color tabaco contaminado, la sutil interpretación de Gyllenhaal— se ven así opacados retrospectivamente, sin que el hecho de que el final remita al principio alivie el desencanto.