Cartelería
Mi primer desencanto democrático debe de datar de 1982 o por ahí; no recuerdo ni el tipo de elecciones ni el vencedor: lo que sí recuerdo es que no entendí por qué al día siguiente de la votación nadie había quitado los carteles de >, que se decía entonces, con las caras de los candidatos. Asumí con el fastidio ceñudo con que asumen los niños las razones adultas las que me dieron a mí: había que dar tiempo a que se instalasen, era muy pronto… Una semana después, y otra y otra, todavía podían verse carteles aquí y allá. Me pareció una prueba clarísima de que aquellos señores lo único que querían era conseguir el voto, y que una vez conseguido, ya el resto —>— no importaba o importaba mucho menos. Treinta años más tarde, los políticos siguen confiando en los carteles, aunque el pueblo confíe cada vez menos en los políticos.
Y es que para el político una imagen sigue valiendo más que mil palabras. La imagen no necesita del procesamiento que sí la palabra, al menos no de entrada; la imagen se asume de golpe, y luego, si acaso, se razona, se estudia. Pero el político sabe que ese razonamiento rara vez tiene lugar, y de ahí que sigan confiando más en el retrato benévolo que en el discurso sustancioso. El político, como el vendedor que en esencia es, trata de vender su mercancía —él mismo— de la manera más eficaz posible, y debajo de la aparente cercanía de cuello sin corbata hay una cuidada puesta en escena dirigida a maximizar el espectro de su audiencia. En teoría el retrato se ha de complementar con el eslogan, pero en la práctica este se olvida, pues los eslóganes son tan intercambiables como vacíos, y queda el retrato amañado, ya sea el perfil de hombre sin tiempo para tonterías del alcalde o el frontal y afable del principal candidato.
Uno solo pediría que intercalasen también carteles en blanco entre retrato y retrato, que el blanco es otra opción de voto.
(El Norte de Castilla, 14/5/2015)