De las no pocas ocurrencias discutibles que han tenido productores y publicistas desde la comercialización masiva del arte, sin duda una de las más ridículas y perniciosas, en lo que a la esfera musical concierne, es la de la etiqueta de >, suerte de cajón de sastre donde caben desde tonadas folclóricas de los Balcanes hasta temas de reggae clásico o sonatas de arpa de origen escandinavo: el caso es que suene —a veces basta con que solo el nombre del interpréte— remotamente lejano a los oídos del aficionado occidental, sin otra consideración. El jazz es quizá la música, por su propia vocación aventurera, que más ha sufrido los efectos de la etiqueta, y no porque se le haya incluido en el cajón de sastre sino en un sentido inverso: porque le han ido colgando otros géneros que nada tienen que ver con el jazz, para perplejidad y a veces furia de los aficionados, que ven como en el cartel de un festival le han colado nombres como los de Raimundo Amador o —no me lo invento— Jorge Drexler.
Richard Bona representaría el mejor ejemplo de lo que la etiqueta pretende significar: un músico capaz de aunar las raíces de los muchos lugares del mundo por donde ha transitado y de los que ha bebido, y sin que el resultado se sienta, según suele, una amalgama constreñida de escalas, instrumentos y sonidos exóticos sin ninguna cohesión. En Bona el afrobeat de ascendencia nigeriana no es que encaje en las estructuras clásicas del blues de doce compases sino que las abraza, precipitando entre uno y otra un sonido entero, autónomo, de personalidad plena: sí, el exotismo está presente, pero es algo circunstancial a la música y no su deliberada, forzada motivación. Y en cuanto que intérprete se resiste igualmente a las acotaciones estancas. ¿Se trata de un cantante que se acompaña con el bajo o de un bajista que canta? Las líneas de la voz y del eléctrico (de cuatro o cinco cuerdas, con o sin trastes) se entrelazan y enriquecen mutuamente formando un contrapunto continuo y sinuoso que acuna y narcotiza al oyente como el flautista del cuento a las ratas. Debido a esta naturalidad expresiva se puede pasar por alto el inmenso talento vocal e instrumental del músico camerunés, que pertenece a esa clase tan infrecuente de virtuosos que no hacen alarde gratuito de su virtuosismo.
A Valladolid llega arropado por el quinteto Mandekan, con el notabilísimo pianista Osmany Paredes. La de Cuba es así otra frontera musical que Bona abole. No será la última.
(El Norte de Castilla, 15/7/2015)