El nacionalismo es la versión política del narcisismo. Tras una fase inicial en la que forja su conciencia ideológica (el yo político), el nacionalismo, en lugar de dar el siguiente paso hacia la madurez, a la vez matizando sus creencias y dándose cuenta de la necesidad inevitable de abrirse al otro, prefiere quedarse estancado, y al quedarse estancado agudiza sus rasgos naturales y en parte comprensibles de la fase inicial y los transmuta en rasgos patógenos que van adquiriendo más y más peso hasta que alcanzan un punto irreversible, incurable. Como el del narcisista, el yo del nacionalista ha revertido toda la carga afectiva hacia el otro, toda la empatía mental/social imprescindible para lograr el equilibrio, en sí mismo; por este exceso de carga afectiva el narcisista/nacionalista se identifica con un yo ideal, un yo fantástico cuyo obstáculo para realizarse y alcanzar la perfección es siempre exterior, ajeno, ese otro al que ha privado de afecto y que ve como culpable. Así, el progresivo delirio de grandeza se ve acompañado por el desarrollo paralelo de una esquizofrenia paranoide que puede resumirse en: el otro me persigue —o me niega— porque me envidia.
El nacionalismo es centrípeto: igual que el narcisista se encastilla en la imagen idealizada de su ego, el nacionalismo se quiere encastillar en su propia autonomía, como si esta fuera bastante para sostenerse; pero la política, actividad social, es centrífuga por definición, exige el intercambio y la renuncia, y una cintura flexible. La cruel matemática de la realidad de los votos del plebisctio disfrazado de elecciones autonómicas debería suponer una rectificación, siquiera puntual, de la fantasía que ha vendido en campaña y de su modo de actuar; por desgracia esto es tan improbable como que un narcisista condene todos los espejos de su casa; de algún modo el nacionalismo justificará que el error lo ha cometido otro. Incluso las matemáticas.
(El Norte de Castilla, 1/10/2015)