El tema del plagio asoma en las páginas de actualidad como asoman los eclipses de luna: con una mezcla de extrañeza e inevitabilidad. Por un lado nos resulta extraño que hoy, en un mundo de cultura corta-y-pega, donde una gran cantidad de creadores regalan —menos por gusto que por desencanto— sus obras gratis, todavía se le dé al plagio alguna importancia; por otro, cómo no dársela, siquiera para mantener la apariencia de que existe un sistema legal que defiende los derechos —también morales— de los creadores, y aunque el tráfico de información es tan inmenso que el plagiador suele escapar intacto, resulta inevitable que de tanto en tanto se cace a alguien, por lo general un alguien con algo de estatua, con un reconocimiento artístico y/o popular asentado (si no, no asomaría). La última sombra del eclipse ha caído sobre Reyes Monforte, acusada por los herederos de Prokófiev y la escritora rusa Valentina Chemberdjí de > sin consentimiento partes de un libro de esta. Se da el añadido de que a RM le concedieron un jugoso premio literario por el libro objeto de discordia.
Hay una larga tradición entre escritores —y escritores excelentes— que considera que el plagio es intrínseco a la literatura, al punto de que Pere Gimferrer llegó a plantear si la mala literatura no sería más que un mal plagio, y la buena, uno bueno, que al ser bueno dejaría de ser plagio. Esta y otras posturas similares, defendibles en un plano estético, rara vez lo son en uno jurídico. La calidad del libro de Monforte nada tiene que ver con la existencia o no de plagio: Monforte puede muy bien haber escrito una obra maestra a partir de un libro malo, pero si las concomitancias —estructurales, narrativas, ciertos detalles o párrafos— hacen sospechar fuera de duda que no son producto de la memoria involuntaria, el delito debería considerarse consumado. Y esto es algo que cualquier lector, tenga o no toga, puede advertir.
(El Norte de Castilla, 8/10/2015)