La renta per cápita de Catar ronda los cien mil dólares, pero para muchos de los trabajadores emigrantes que acudieron al canto seductor del Mundial/2022 esa cantidad queda tan lejana como la posibilidad de regresar a casa. Pueden darse por satisfechos con seguir vivos. Desde que comenzaron las obras de construcción de las infraestructuras del mundial han muerto más de 1400, lo que deja una ratio de más de 40 muertos al mes y una previsión final de más de 4000. Quienes tienen la suerte de que no les alcance la parca no suelen tener la suerte de cobrar, y quienes cobran, por así decir, no llegan a los seis euros al día, en jornadas maratonianas. Y en estas condiciones, ¿por qué no lo dejan y se vuelven? Porque no pueden. Al 90 % se les ha sustraído el pasaporte, y pese a las repetidas denuncias ningún empleador ha sido hasta ahora encausado. Gracias a la kafala —ley del patrocinio—, los empleadores devienen explotadores.
A la FIFA poco le importa que el evento futbolístico con mayor prestigio deportivo se celebre bajo el amparo de un estado fascista. Unos miles de muertos y la absoluta supresión de los derechos humanos más básicos no son nada ante la expectativa de lucro que Catar supone. La FIFA funciona como una organización escrupulosamente mafiosa, y lo más triste es que los medios de información lo toleran con su silencio. Al panorama comentado, que debería ser titular diario en las noticias (un día, un muerto), se le concede mucha menos cobertura que al último color de botas elegido por Messi. Los grupos de comunicación tienen también sus intereses en Catar, y hay desgracias de sobra en el mundo para llenar el espacio informativo.
La única fuerza de oposición efectiva que se le ocurre a uno es que el citado Messi y otras estrellas se negasen a jugar allí, al menos hasta que se garantizasen las condiciones de quienes, en primera instancia, hacen posible el juego. Pero las estrellas también callan, y el balón sigue girando.
(El Norte de Castilla, 22/10/2015)